Isabel Rodríguez Orlando: Un lugar para mi mascota

Los gurises del barrio la llamaron Negra, Apareció hace más de diez años. Nadie supo de dónde vino. Era de todos y de nadie. Y un día sucedió. Ella empezó a juntar pedacitos de polifom y cuanta cosa tirada le sirviera para preparar el lugar donde dar a luz. Pasado el tiempo, apareció y nos miraba a las vecinas del primer y segundo piso que siempre le dábamos de comer como queriendo decirnos que ya tenía los bebés. Mi vecina –más ágil que yo- bajó corriendo y la siguió. Al rato vino a contarnos: «Hizo una cucha de lujo debajo de un Fitito abandonado en el terreno de una casita cercana a los apartamentos de nosotros. Tiene diez cachorritos divinos». Al mes los dueños de casa empezaron a repartirlos y ella regresó triste a nuestro lado. Una noche oí una algarabía. Me asomé y vi que los muchachos rodeaban a la Negra muriéndose. Llamé a varios veterinarios hasta lograr que uno accediera y en un rato llegó con su instrumental. Dijo: «Si usted la entra, la atiendo’’. Se salvó y la adopté. Fueron muchos años de felicidad. Tuvo varias operaciones de tumores malignos, pero se recuperaba. ¡Nos dio tanto amor a mí y a mi hija…! Hace unos días comenzó su última etapa. Primero le fallaban las patitas y había que ayudarla a pararse, bajar y subir la escalera. A los pocos días le fallaron las manitos, de modo que quedó paralítica. Ya no quería comer, solo tomaba agua, Debíamos lavarla continuamente porque se ensuciaba al hacer sus necesidades. Ella nos agradecía con su mirada, triste pero llena de amor. La acariciábamos continuamente, pero llegó el momento. Una de las veterinarias que la había operado, me dijo que ella podía darle la inyección, pero no ocuparse de sepultarla como había hecho con una perra anteriormente, en el campo de su propiedad. Me explicó que la Intendencia no se lo permitía. Otros veterinarios me contestaron casi lo mismo. Uno de ellos me dijo: -Estudié para sanarlos, no para enterrarlos. -¿Qué me sugerís?- le pregunté. -Ah, no sé- me dijo. A nadie le preocupó el destino final de mi adorada mascota, Incluso alguno me sugirió que la tirara en el basurero municipal, que ella había visto hacerlo a mucha gente. ¿Tirarla? Me horroricé. No lo haría. Alguien me dijo que llamara a un carrero y se la diera, que él sabría adónde llevarla. Me negué. De pronto recordamos que, hacía pocos días, a unos vecinos se les había muerto su perrito. Los llamamos. Ellos – unos pícaros simpáticos- en poco rato nos mostraron por el celular la fosa que habían cavado al lado de su mascota. Llamamos a una veterinaria que en poco rato la «puso a dormir». Al fin había dejado de sufrir y entre lágrimas agradecimos a los muchachos y les dimos ‘’la propina abundante’’ que en ningún momento ellos hubieran solicitado, pero que agradecieron y bien envuelto se llevaron nuestro tesoro y prometieron a mi hija llevarla cuando ella quisiera ir al lugar. En definitiva, ella tuvo un lugar para descansar -al lado de su amigo, que podemos ver desde nuestra terraza y saber que podíamos verlo cuando quisiéramos, Nos dio paz y consuelo. En vez de ‘’tirarla’’, ella había tenido un lugar para el descanso eterno en medio de un hermoso paisaje. Pensé: ‘’ya quisiera yo tener un lugar así y no un lugar oscuro y húmedo». Cuando salgo a la terraza miro hacia allí y junto a la tristeza siento paz y amor. Sé que ella está allí.

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