Nora García: Mi fortaleza de piedra

Podría escribir sobre un mundo de sensaciones que, gracias al sentido del olfato, me pasea en el tiempo y los recuerdos. Como el olor a la frente de mi hija, ese olor increíble que ha mantenido en sus casi treinta años y que yo podría reconocer entre el olor a las frentes del mundo entero. O podría escribir sobre el olor a hojas secas quemadas en el otoño, que me lleva a la infancia y a aquella sensación única en mi nariz. O el olor a mi cartuchera de madera, que hasta hoy recuerdo y algunas veces he vuelto a sentir y que me hace viajar en el tiempo. Pero no, hoy he elegido otra sensación que me remonta a otros sentimientos más oscuros y tristes que marcaron mi vida desde siempre. Hablo del sentido del oído. Sí, porque ese fue un cruel sentido que me marcó la vida. Un sonido lleno del intenso temor a la muerte de mis padres. Sí, es así. Como una maldición, esa superstición se transmitía de generación en generación y el graznido de la lechuza estaba lleno de una profunda angustia y una sensación de vacío en el pecho augurando una catástrofe. Y qué otra cosa podría ser una catástrofe para una niña que la muerte de sus padres. En las noches de verano, donde no había otra forma de dormir que con las ventanas abiertas, la estera permitía pasar el silencio de la noche y aquel chistido tan dirigido a mí. ¿Y qué sería de mí se me quedaba sin ello¬s…? Quedaba paralizada, casi sin respirar, pero la cabeza no paraba repasando todas las horrendas cosas que ocurrían cuando la lechuza elegía tu casa para emitir su graznido. Y yo permanecía aterrada hasta que por fin aparecía un pensamiento que lo exorcizaba, porque mis manos no eran suficientes para tapar mis oídos, porque ese sonido retumbaba en mi cabeza amplificado por el miedo. Y después de una intensa lucha, lograba construirme para mi futuro una casa con gruesas paredes de piedras que no tenía ventanas y adonde nunca llegaría el chistido fatídico. Y así me dormía.

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