Antonio Lissio: Cosas que se pierde un padre

No quiero ser desconfiado, pero algo dulce anda rondando, cuando en la TV veo entrevistar a un niño, y ante la pregunta de si extraña la escuela, dice que sí, sin aclarar que de ella extraña el recreo, los días de fin de semana o las vacaciones.

Sí, de por medio, una promesa lo incentiva, ya sean golosinas, pelotas, o alguna otra oferta de diversión.

¡Me hubiera sucedido a mí hace muchos años! Mucho más tarde, pensó igual Diego, mi hijo mayor. Había que verlo un sábado por la mañana, nunca tan temprano, desayunaba parado y, bajo uno de sus pies, zamarreaba una pelota.

Esto no cambia, podrán cambiar las ofertas o los juegos, pero el niño es siempre niño, y el juego es lo primordial.

Bien recuerdo, cuando lo primordial tuvo un cambio, luego de horas de pelota me insinuó lo lindo que estaba el día para incursionar por el río para una pesca.

No cupo en mi cuerpo todo el orgullo, me dije: Va dejando atrás el niño chico, más apegado a poleras maternas, llegó la hora de jugar a ser hombre.

Le dije que sí, que por la tarde lo llevaría al río en procura de algún pez, y si no llegaba uno, lo mismo habría mojarreros, aparejos, un buen fuego y, si todo iba yendo bien, nos robaríamos unas horas de la noche, comeríamos asado, y luego de vuelta a casa.

Lo recuerdo como ahora, al rato de la charla, me presentó a su amigo Alvarito, a quien por vecino, años que lo conocía, me habló que lo había invitado, y también al Gordo, su padre.

Como por arte de magia, a un lado de la puerta, descubrí un tarro lleno de lombrices, hubo ofertas de ir en procura de pan, de asado, y aunque nadie lo creyera, hubo oferta para arrimar dos litros de vino cortado.

Temprano ya estábamos llegando a la laguna de la horqueta, por campos de los Valverde, un soberbio arenal, leña seca en abundancia, y entre lombrices y mojarras, un espinel de aparejos, no faltó mucho para tirar uno fuera del agua, por ella no quedaba rincón sin aparejo.

Con el Gordo amargueamos, fuimos asando la carne, y las dos promesas, para arriba y para abajo. Jamás vi niños más solícitos, a cada amague de hacer algo, estaban primero ellos.

Tengo aquello presente como si hubiese sido ayer, dos farolitos a mecha alumbraban las horquetas, en una la chaura, en la otra un cencerro hecho de un trozo de plomo colgado dentro de una caja de Satinola, ya vacía; algo más lejos del agua, fuego, parrilla, y asado humeante, todo a pedir de boca, junto a un gran vaso de vino cortado.

―¿Qué podemos envidiarle a reyes? ―nos dijimos―. Nada, excepto los abrigos que habían quedado algo lejos, a decir verdad, en casa.

Llegaba a su fin octubre, y menguante, ni de medida para la tararira y el solo pensar en ella, más algo de vino, espantaba el frío, pero este octubre, si bien calentaba arenas por las tardes, por las noches añoraba setiembre.

Como vara verde temblaban los críos. No digo que fue del momento la idea, muchas pescas había recurrido a tretas similares: colchón y almohada de arena, niño metido en el hueco y frazada térmica de arena.

Todo solucionado, por lo menos una hora, luego las momias perdieron la paciencia, y exigieron casa, en fin, un rato y en casa, todo pasó (el frío por lo menos).

En cuanto a lo demás, si en casa no lo recordamos, una charla con Alvarito nos refresca la memoria. A decir verdad, no la necesitamos refrescar: Diego se encarga en toda reunión que haya en casa, y donde sea. Creo que recuerda más esta pesca, que una infinidad de otras.

Personalmente, recuerdo un hecho más que cualquier otro, cuando la arena entró a enfriarse, los pichones acudieron cada uno al pájaro grande, y largo rato permanecieron bajo el ala.

Hoy, viejo ya, acuden los recuerdos, me veo niño y sin un ala de pájaro grande, debí abrigarme solo.

Y me digo, ¡Qué pena que un padre se marche a la eternidad, sin haber puesto un pichón bajo sus alas! ¡Lo que se perdió!

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *