Antonio Lissio: El casero

Con el paso del tiempo, he olvidado los años que tengo, aunque poco me importa. Mi misión desde el día en que me aconchabó a su estancia el patrón viejo, es cuidar de sus ahorros, por si acaso llegue el día en el que sus herederos sufran algún apremio en eso del existir.

Si lo recordaré al patrón viejo, un “Pan de Dios” como solía decirse. Solito supo afrontar todo, desde aquellos tiempos en que un vecino ambicioso cambió los mojones allá rumbo al norte, el mismo lugar de donde vienen los malos vientos anunciando el temporal de setiembre, que se lleva la corderada.

Y aquel otoño tempranero, cuando la niña de sus ojos rumbió hacia el talar, con el lazo trenzado por el propio patrón, lo encimó a una rama y se colgó a él.

—Mal de amores -murmuraron lenguas de víbora-. Mejor esto que manchar el apellido con un hijo bastardo.

Poco conocían el pensar del patrón viejo, lo habría querido como al nieto mejor venido, pero hay veces en que se olvidan los sentimientos mejores, y nos quedamos con los de las lenguas de dos puntas.

Se me antojó pensar que aquel carro de cuatro ruedas, que llevó al pueblo la niña de sus ojos, también llevó el alma del patrón viejo. Por más que fuera él a caballo, cuando el alazán regresó con él en sus grupas, trajo otro patrón. Allá en el pueblo quedó el patrón dicharachero, que siempre tenía un dicho a flor de labios, una broma ocurrente… Si lo digo pronto y mal, sostengo que quien regresó en el alazán fue el forro del patrón viejo, un cuero arrugado, mismo como el que pendía del horcón del rancho, enfrente a donde vivía yo.

Creo que el silencio que había en mí, lo hizo más compinche. Claro, yo apenas si de vez en cuando silbaba, eso siempre y cuando me molestaba el Pampero. Juntos compartimos mate, sombra, y aquel secreto de sus ahorros, que me había confiado para los suyos, ahora serían solo protección de dos, su mujer, unos pocos años menor, y el patroncito, futuro patrón.

Como si lo estuviera viendo, fue una tarde de verano, compartíamos como otra tarde cualquiera, mate y sombra.

—Me vino un poco de frío— comentó, y se recostó a mí.

Luego despacio, sin ningún apuro, como quedó desde el día en que el carro llevó su niña, murmuró un —Hasta pronto, y se fue enfriando, con paz en su mirada, la misma paz que siempre lleva por sus adentros un alma incapaz de tener un mal pensamiento para nadie, ni para el vecino ventajero que pretendió cambiar el sitio de los mojones.

Los nuevos son como el jazmín del aire, nada los aferra a la tierra, llevan su raíz en la maleta, van y vienen por cualquier lado, siempre con el viento a sus espaldas, se amontonan en los pueblos y poco a poco se van comiendo ellos mismos, también el patroncito.

Yo debía cumplir la tarea que el patrón viejo me encomendó, quedé en sus campos cuidándolo todo. Supe una tarde que la patrona vieja, a pesar de tener todo a su alcance, lo mismo extrañó al viejo patrón. El noreste no falla, me dije a mi mismo, trae tormenta…

En eso, el estrépito del lado de la calle, un batallón de herramientas venía a trastocarlo todo. Quien daba las órdenes no era el patroncito. Otro patrón, con enorme signo de pesos en lo oscuro de sus ojos, lo decidía todo.

—Tiren abajo ese ombú que está ahí al santo botón, vamos a plantar maíz hasta en el patio.

Ya no hablo en silencio, menos aún hago sombra, lo que moribundo recuerdo fue cuando al referirse a mis raíces, comentaron el hallazgo envuelto en una de ellas, una olla vieja de hierro, llena hasta la boca de monedas doradas, que ya no poblarían los bolsillos del cinto del patroncito, y que tan fielmente guardé…

Así es la vida, y así la muerte.

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