ANTONIO LISSIO: El último fruto

Nada tan cruel y duro como transcurrir. Ayer nomás ataba sarmiento con el abuelo, sus cenizas en agua hirviendo se hacían imprescindibles, para unas buenas y sabrosas pasas de uva. Nomás hoy, partió el abuelo, con él se marchó el naranjo, el duraznero, los manzanos enanos, todo se marchó tras él. No yo, que hoy escribo esto, que fui mudo testigo de ver irse un paraíso, para quedar a cambio, un campo lleno de ramas secas, de pasado. Hoy ya la abeja no se arrima, ni la maldita vaquilla para comer tomateras en flor, por las primaveras, ni el humo para ahuyentarlas, hecho a bosta de vaca y pasto verde dejó el tiempo. Nada tan duro y cruel como transcurrir. Ayer, por la basura, hallé el hermoso plumaje, que lució un día mi pollo, mi amigo, para el que juntaba pasto, y uno tras otro acercaba a su pico; lo creí amigo para toda la vida y, sin embargo, había marchado en su tiempo, junto a una fuente de tallarines. Me sentí traicionado, nada ni nadie logró convencerme de juntar más pastos, para otros picos. Nada tan cruel y tan duro como ver aquella niña, mi niña, mi prometida novia para cuando grande, y hoy verla con cara de niña, y cuerpo cansado del uso, y muñecos atrasados con el tiempo, ablandando sus senos, ensanchando su cintura, al punto de tener que adivinarla, jugar conmigo mismo, y apostarme si en realidad era ella, o alguien parecido. Cruel, sí, y desilusionador el transcurrir. Adiós, mi amiga de infancia, adiós mi novia; apenas esto me ha quedado del transcurrir: despojos. Luego, también que, a todos, la vida nos da un “changüí”. Puede que sea para que tengamos un padrón con qué medir. Los años mozos te envanecen, con otro amor se fortalece tu interior, te sentís capaz de enfrentar un vendaval de viento y agua, todo es más sencillo, todo, ni el huracán, ni el gélido invierno o el agobiante calor veraniego, son lo suficiente para hacerte mella, y te atrevés a ser padre, esposo, desafiarlo todo, porque sos fuerte, poderoso, hasta el día en que una leve gripe te afecta un hijo, y entonces solo por esto, alzas los ojos al cielo rogando por él y, a la vez, maldiciendo. Ahí te das cuenta que solamente sos hombre, se escapa de tus ojos la mirada desafiante, merma la fuerza en tu cuerpo y llegan los tiempos, en que al todopoderoso, a fuerza de ruegos, pides que te ampare, no por vos, pero sí por su madre que a hurtadillas llora y hace promesas. No vos, porque vos sos hombre y aún en tu cuerpo hay vestigios del antes poderoso. Luego, otra vez el duro y cruel transcurrir, tus críos -ley de la vida- emigraron tras sus destinos y es ella, tu antiguo amor, que hoy también se volvió compañera, quien se pone a tu lado para desafiar los vientos. Es así que, un día cualquiera, el espejo en la pared cobra venganza de que lo ignores y te refleja el transcurrir cruel y duro, el último. Sin querer tus ojos van al árbol de limones, allá en el patio, al fondo, ves la corteza en su tronco, más marrón que otras veces, ves amarillentas y marchitas sus hojas y una rabia por años contenida aflora. La emprendes a golpes de hacha, con su moribundo cuerpo. Algo en vos se niega a verlo morir de a poco y lo arrancas. Recién aquí, con sus raíces, casi secas unas, otras del todo, te apenas, comprendes lo mal que has hecho porque quien secó sus raíces a fuerza de dar tanto fruto, no merecía este final. Y el triste limonero te regala el último fruto, el que te da el valor para ir secándote de a poco y ver transcurrir todo. Todo.

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