Daiana Castañares: Frío

La noche envolvía su cuerpo entre la penumbra, la noche y el frío, sintiendo apenas los dedos de sus pies entumecidos, la respiración lenta, agotada.
Algunas bocinas se escuchaban sobre la esquina, como de costumbre, pero Alfonso a gatas podía concentrarse en sus pies. Dolían, dolían mucho. La llovizna ahora mojaba las baldosas en la vereda, y el toldo del kiosquito a duras penas lograba cubrirlo de la intemperie. La única muestra de calor que alcanzaba a experimentar era la de Toto, su perro, que ahora le lamía algunos dedos por sobre las medias envueltas en papel, no sabía si para calentarlo o porque las tripas le chillaban como a él. Pero de seguro no tendría el mejor de los gustos, teniendo en cuenta la poca carne que a esa altura cubría sus huesos, además del nauseabundo olor que su cuerpo emanaba luego de un largo tiempo sin deleitarse bajo una ducha.
Al ver que sus improvisados intentos por darle calor a su amo resultaban en vano, Toto se echó a su lado, escondiendo su hocico bajo la manta sucia que compartían. Si había algo que Alfonso no permitiría jamás, era hacerle pasar frío a su perro. Su único compañero, su amigo leal.
Cuando movió la manta un olor a humedad lo invadió. A humedad y suciedad, pero esta última se mezclaba con la de su propio cuerpo, y casi no notaba diferencia. Pero el hedor a humedad le revolvió las tripas, y aunque por un momento sintió ganas de vomitar, enseguida se dio cuenta que no tenía sentido reprimir su asco si a fin de cuentas su estómago estaba vacío. Acomodó la manta un poco más encima de su pecho que ya le dolía, y entre sus pensamientos algo desordenados recordó a su madre sacando las frazadas del viejo ropero cuando él aún era un niño. El olor a guardado de aquellas ropas de invierno, la humedad que las impregnaba de estar tanto tiempo metidas en el ropero del cuarto lleno de hongos. Y se emocionó, no por el aroma, sino por aquel momento memorable guardado en su memoria. En aquella época, ese olor le daba asco, pero ahora, mientras el frío polar comenzaba a traspasar la sequedad de su piel cuarteada, añoró ese instante.
Mamá, pensó, y alguna lágrima se le escapó sin querer, casi congelándose apenas emergía de su mirada gris. Su mente empezaba a apagarse, el ruido suburbano cantándole una canción de cuna mientras sus pensamientos se remontaban a su infancia, al amor, al calor de un hogar, a las palabras cariñosas de mamá mientras lo arropaba en su cama con la frazada de cuadros verdes. Arrullándolo, mimándolo y envolviendo sus manos cuando estas se le congelaban al volver de la escuela. Recordó a mamá, y se le hizo un nudo en la garganta. La vieja se le fue pronto, y él se quedó vacío, solo, sin rumbo.
Tiritando sacó la mano derecha de abajo de la manta, y a tientas encontró la caja de vino a un costado, cerca de Toto, que ahora dormía plácidamente. Brindó por la vieja y bebió un sorbo intentando entrar en calor, o para dejar de sentir, daba igual. El pecho ya no dolía tanto, o ya no lo sentía. Las ideas empezaron a desparramarse en su cabeza, y ya no sabía si recordaba, o si estaba delirando, cuando entre la niebla y la poca claridad mental vio a su madre, a su vieja, acercándose. Pero estaba jovencita, apenas treintañera, y Alfonso se dio cuenta que había dejado de sentir frío. No había frío, ni llovizna que humedeciera su piel. Tampoco su cuerpo de pobre dejado a su suerte, pudriéndose en la soledad. Era un niño, y mamá lo arropaba entre la niebla, y le apretaba las manos, regalándole minutos de calor a aquel corazón cansado de vagar. Mamá, con aroma a flores y estofado recién hecho. El pequeño Alfonso le sonrió y se acurrucó entre sus brazos. Su piel se sentía suave, aterciopelada, el único abrigo que le hacía falta. Lloró entre sus brazos, descargando el dolor y la soledad contenida durante años.
Cuando llegó la mañana, apenas asomando el sol, una chica que pasaba rumbo al trabajo lo encontró durmiendo junto a Toto. Sintió pena por el pobre hombre y buscó en su mochila un paquete. No era la gran cosa, pero suponía que un topper con guiso de la noche anterior para él sería la gloria dadas las circunstancias. Se acercó lentamente para no asustarlo y lo llamó.
―Señor, perdone que lo despierte, pero tengo un plato de comida para usted, está frío, pero puedo pedir que se lo calienten en la panadería de la esquina.
El sujeto no le respondió. La chica siguió llamándolo suavemente para que no se sobresaltara, pero Alfonso descansaba feliz, risueño, envuelto en el calor de los brazos de mamá. Ya nunca más volvería a sentir frío en su corazón.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *