Daiana Castañares: Los sueños que crecieron bajo el árbol

Dolía el alma cuando la fortuna no nos sonreía. Años de intentos fallidos habían hecho trizas la paciencia y el amor, años de lucha incansable para lograr nuestro sueño, que cada vez se veía más lejano, casi imposible.
No habían sido pocas las veces que, sentadas bajo algún árbol en el Parque Rodó, nos habíamos visto envueltas en esas añoranzas, abrazando un futuro que fuera de risas y juegos, de amor de hijo, de amor de madre, de todo el cariño de una familia feliz. Pero no parecía estar en nuestro destino alcanzar esa gloria, ni abrazarla, mucho menos disfrutarla.
Se estrujaba el corazón ante cada rechazo, ante la falta de empatía, ante la disfrazada discriminación de la que éramos víctimas con Julia. Tal vez, si hubiéramos hecho todo de otra forma, hubiera sido otra la historia. Porque evidentemente existían otros caminos, más fáciles, pero poco sinceros con nosotras mismas. Fingir no ser lo que éramos, y efectuar una adopción solo desde la individualidad, ese hubiera sido el camino corto. Pero una de nosotras quedaba afuera. No en el amor y el afecto, claro está, pero sí en la legalidad. Y no nos importaba solo tener un hijo. También queríamos que se nos reconociera como una familia, con sus derechos y deberes, libre de hacer, de actuar y de amar. Demostrar que ser una pareja homosexual no nos descalificaba para ser buenas madres, capaces de cuidar y dar lo mejor a un niño que lo necesitara. Eso queríamos. Hacer feliz a un niño, y estábamos en todo nuestro derecho de hacerlo.
Pero la sociedad aún no estaba preparada para ello. La mayoría no nos creía capaces, como si ser dos mujeres al mando de una familia no nos otorgara la destreza y compromiso suficiente.
Se venía generando toda una lucha alrededor del tema, el colectivo LGBT estaba cobrando presencia en la sociedad, pero aún existía el odio, la discriminación, ese señalamiento cosificador que nos convertía en un circo del que había que reírse, al que no se debía apoyar. Y los sueños bajo el árbol mutaban cada vez más, y crecían y luego se marchitaban, como las hojas de las ramas bajo las cuales creíamos aún en un mundo mejor.
Queríamos hacer las cosas bien. Solo eso, pero la sociedad aún no ayudaba, y el proceso de adopción, entre otras cosas, tampoco nos la hacía fácil. Pasamos años yendo de psicólogo en psicólogo, años conversando con asistentes sociales, una entrevista tras otra, solo para que nos dijeran una y otra vez que no era posible. Casi diez años esperando con un cuarto vacío listo para llenar de risas y juegos. Esperando con los brazos abiertos darle la posibilidad a un niño de tener una familia, y recibir todo el amor del que había sido privado.
Hasta que en 2013 nuestro amado anhelo se hizo realidad, y Agustina llegó a nuestras vidas con sus cinco añitos transformando el amor. Una niña de ojos inmensos y enorme corazón, que no entendía de formas del amor, sino solo de amor, grande, inconmensurable. Y la vemos correr y gritar feliz entre los árboles en el parque, y reconocemos esa libertad que cada vez es más nuestra, más preciosa. Donde nuestra vida no es objeto de burlas, donde los vecinos nos saludan con simpatía y nos ayudan con Agus cuando hay que trabajar. Donde la escuela es un espacio de contención cuando creemos que fallamos, y el grupo de padres de la clase no nos observa entre comentarios ofensivos.
La sociedad ha cambiado al igual que nuestra vida, y nuestros sueños crecen, y mejoran, y la realidad nos sonríe cada vez más, mientras Agus sigue creciendo y ya casi termina la escuela, mientras hace más amigos que no nos miran como si fuéramos bichos raros. El mundo se ha vuelto un lugar un poquito mejor, para reír, para soñar, para disfrutar esa vida de ensueño que alguna vez planificamos bajo un árbol en medio del Parque Rodó.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *