Gladys Barnetche: La momia

Hay algo en el cementerio de mi pueblo que nunca ha dejado de sorprenderme, desde mis inicios como recién casada, con dieciocho años curiosos y un poco morbosos, en aquella primera visita a la “ciudad de los muertos”.
Era extranjera hasta que me casé y pasé a ser parte de esta comunidad, a “pertenecer” a un lugar fijo. Nómada de tantos lugares, al fin eché raíces.
Como decía, era mi primera visita, un 2 de noviembre, con un calor de treinta grados, una romería fuera de los muros donde podía verse todo tipo de puestos: flores, ropa, calzados, comida, helados, hasta un bar improvisado para aquellos sedientos que venían de lejos o de la mitad del campo, para reencontrarse con familiares, vecinos, viejos amigos. Más que el día de los muertos, era la fiesta de los vivos, porque todo paisano traía sus pilchas nuevecitas, sus botas lustradas, al igual que las mujeres o, luciendo sus mejores galas, pintadas como para un baile, no para recordar y llevar flores a aquellos que dormían su sueño eterno y eran ajenos a las risas o las lágrimas vertidas junto a su lápida e indiferente a las humildes o caras ofrendas de ilusiones o rosas y claveles de muy alto valor.
Yo pensaba en mi niñez, en mi Colonia natal, cuando mis padres nos llevaban al cementerio. Día de fiesta para los niños, comíamos caramelos, bebíamos malta, cosas que después, durante un largo año, no volveríamos a probar.
Todo igual, poca diferencia en esos lejanos años y distinto paraje.
A la entrada, el largo pasillo central que llevaba a la cruz donde aquellos que como yo tenían sus muertos muy lejos dejaban allí sus ofrendas a su nombre y un rezo por su recuerdo.
Comentarios de todo tipo en aquel conglomerado de gente “Mira, no sabía que se había muerto fulanito de tal. ¡Pobre! ¡Tan joven!”.
Pero, algo llamó mi atención. Junto a uno de los nichos, había un montón de jovencitos. Miraban un féretro de monolito, ennegrecido por el tiempo, sobre él una placa deslucida donde ya casi no podía leerse a quién pertenecía. Le pregunté a mi esposo que había allí que tanto llamaba la atención de los chicos. Me contestó que dentro de aquel pesado cajón había una momia de una niña de nueve años de casi un siglo atrás.
Me sorprendí mucho… Una momia en un cementerio de pueblo. Era de no creer.
Sabía muy poco de momificación, pero no es algo usual ni fácil de llevar a cabo. Mis lecturas me instruían algo sobre esa materia: un proceso largo y complicado con distintas y raras especies que los egipcios solían llevar a cabo y, por cierto, distaba mucho de esa momia.
Toda una historia se tejía alrededor de ese féretro que no era de madera y parecía pesar mucho. Y no había ofrendas, señal de que, quizás, no quedaba nadie de la familia y estaba abandonada sin nadie que velará por su cuidado.
Con el correr de los días me fui enterando que cada generación de chicos, inevitablemente iban y corrían la tapa para ver a la momia. Y creo que eso exacerbó mi propia curiosidad.
Después de algún tiempo me animé a acercarme un día al cementerio, estaba vacío y el cuidador no se veía por ningún lado. Miré la placa borrosa. Lograban verse solo las dos últimas cifras del año de fallecimiento, el 49. Ni siquiera el nombre, tal vez por eso la consideraban como un fantasma, rondando por el frío, oscuro y tenebroso lugar por las noches en que los pinos y cedros susurraban con el viento los tristes lamentos de la niña momia.
Creencias de mentes infantiles y adolescentes con imaginaciones demasiado fértiles.
Yo era joven, pero no supersticiosa y, como dije, la momificación era algo complejo y más para un pueblo chico, más chico aún en aquellos tiempos.
Lo que vi fue, en cierto modo, lo esperado, pero con un poco de desilusión. Dentro de aquel cajón de monolito como perdida, tan solo un esqueleto, pequeño, con harapos de lo que una vez, quizás, fue un vestido elegante. Y los zapatitos negros de charol aún se conservaban intactos al igual que las medias, que alguna vez fueron blancas y con puntillas. Solo eso me llamó la atención, que se conservarán tan bien, más cuando el féretro había sido abierto tantas veces.
Quién sabe por qué pusieron el cuerpito así sin más, sin almohadillas, sin relleno, ni siquiera envuelto. Solo su cuerpo, quizás vestido con elegancia, pero sola, sin más. Extraño, muy extraña forma de despedirse de una niña porque aquel cajón debía pesar lo suyo, no podía creer que manos humanas lo cargaran hasta allí.
Así que el misterio sigue rondando a la pequeña momia que, de hecho, no era tal solo un esqueleto de una niña muy sola. Pero que atrae a los adolescentes de cada época, con morbosa curiosidad y para ellos sigue siendo la momia.

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