Isabel Rodríguez Orlando: Los relojes también mueren

El antiguo reloj estaba colgado en una de las paredes del comedor. Como en esa época, en la casa de mis abuelos, cuando yo era muy niña, no había ni tan solo una radio y, a pesar de las conversaciones de la numerosa familia femenina, había momentos de un silencio glacial.
En las tardes muertas del verano, me escabullía sin que nadie se diera cuenta, hacia el comedor –que mis tías lo cerraban para impedir que los chicos entráramos y ensuciáramos – y me sentaba a escuchar el tic tac del reloj que aniquilaba los segundos.
Era un aparato enorme, de forma hexagonal u octogonal (hace tanto tiempo que tengo dudas). La parte inferior se extendía en un rectángulo donde estaba ubicado el péndulo que era lo que más me atraía.
En esa época mi corta experiencia, mi falta de madurez, no me permitía calibrar el inexorable transcurrir del tiempo. No comprendía que nunca nadie ha podido detenerlo. Yo era feliz y no comprendía que el reloj avanzaba sobre el tiempo. Su tic tac encarnizado se tragaba los segundos, demolía y consumía los minutos. Era la pequeña máquina un pequeño, insaciable monstruo comiendo el tiempo, tragándolo, haciéndolo pasar por dentro de él mismo, así como las lombrices avanzan devorando su camino en la tierra.
Cuando moría alguien de la familia se sacaban los cuadros de las paredes, se tapaba el inmenso aparador y por supuesto se sacaba el reloj. Él tiempo parecía haberse detenido porque esa persona había dejado de respirar. (Eso sí recuerdo: a pesar de mi corta edad yo lo pensaba).
Pasaron los años y la última en morir fue mi abuela. Se fue desarmando la casa y, como yo la visitaba poco, me olvidé del reloj hasta que un día pasé por el comedor y lo vi. Su corazón había dejado de latir. Colgado no se oía ya su tic tac. Había dejado de tragarse el tiempo. Estático como un cuadro me dio mucha pena verlo y me dije para mí misma: ¡Ah, pequeño monstruo, también te llegó tu hora!

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