La invasión cultural

Cada año, en este tiempo, se nos presentan dos acontecimientos culturales, ambos de corte religioso, pero muy diferentes, no sólo por su significado y contenido, sino por sus raíces. Nos referimos a la celebración de Halloween y a la festividad de la Virgen de los Treinta y Tres. Creo que estas dos manifestaciones culturales, separadas en el tiempo por apenas ocho días, nos hace tomar conciencia del modo como vamos construyendo “lo nuestro”, es decir, nuestra identidad cultural.

Desde varios años a esta parte podemos advertir, no sin sorpresa, el avance de universos culturales que nada tienen que ver con nuestras raíces y que se “importan” sin que interese demasiado lo que encierran. Compramos una forma, una figura, sin saber muy bien cuál es el contenido; esto es lo que sucede con Halloween. Desde su misma denominación advertimos algo extraño, pero el asunto no es meramente nominal, pues el mismo nos revela una tradición de origen céltico que tiene que ver con el dios Samhain (La Muerte) que se impone al dios Sol. La muerte, la oscuridad, triunfa sobre el sol, la vida, con la que los cristianos representan la figura de Cristo. Cuando el sol comenzaba a decaer y el invierno se anunciaba en el hemisferio norte, tenía lugar esa festividad, el 1 de noviembre.

Por este motivo, en las vísperas, el 31 de octubre, este dios pagano se reunía con los espíritus de los muertos, era la noche de todos los demonios; Halloween, por tanto, tiene que ver con un rito pagano relacionado a la muerte, la oscuridad y el ocultismo. Por ello, la Iglesia Católica, en el año 800, intentó cristianizar este rito de adoración pagano, conmemorando el 1 de noviembre el “día de todos los santos”. La fiesta de los bienaventurados que viven junto a Cristo, “sol que nace de lo alto para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte” (Evangelio de Lucas 1, 78-79). Se intentaba así sustituir a la “noche de todos los demonios”.

Pero resulta que hoy en día, luego de varios siglos, vuelven a prevalecer estas antiguas costumbres que nada tienen que ver con nuestra cultura ni con nuestra sensibilidad. Y dicha repetición actual, en apariencia ingenua e inofensiva, ha sido muy aceptada especialmente por el comercio, por obvias razones, siendo además muy publicitada a través de distintas modos (medios de comunicación, centros educativos, etc.). La sociedad de consumo norteamericana -pues desde allí nos viene a nosotros- una vez más nos exporta estos productos, desde ningún punto de vista inocentes.                

Frente a este hecho cultural que llega a través de esta sociedad liberal y globalizada, tenemos como contrapartida, también en estos días, concretamente el 8 de noviembre, una celebración consustanciada con los orígenes de nuestra Patria, y, por tanto, con nuestro modo de ser. Nos referimos a la fiesta de la Patrona del Uruguay, la Virgen de los Treinta y Tres. Contemplar la pequeña talla de la Virgen de los Treinta y Tres, es repasar la historia de nuestra Patria y de la región. En ella se manifiesta lo guaraní, que nos remite al arte de las reducciones jesuíticas y a su vez, con su destacado papel en medio de los Treinta y Tres Orientales, de los que recibe su nombre, y de la Asamblea de la Florida, evoca los inicios de nuestra nacionalidad.

  Como vemos, la tradición y la imagen que hoy veneramos, viene desde el fondo de nuestra cultura hispano-guaranítica. La república cristiana de los guaraníes le dio forma tomando la materia  de los árboles del Paraguay, más tarde fue nuestra raza gaucha la que conservó y dio culto a Nuestra Señora en esa imagen. En medio de las turbulencias cuando se fraguó la Patria Oriental, allí estuvieron los representantes de la Patria Vieja, a los pies de esta bendita imagen.

La Virgen de los Treinta y Tres es para nosotros un invalorable recuerdo de fe y patriotismo, porque es un pedazo de nuestra historia que define nuestra vida. Es símbolo de libertad plena y “Madre” de nuestra Patria, signo de vida, por ser la Madre del “sol que nace de lo alto” –Cristo–; un ícono que, en su permanencia, solidifica los orígenes culturales, raciales e históricos del Uruguay.

Es elocuente la diferencia que se advierte entre los dos acontecimientos señalados, que se recuerdan en estos días, ambos, como dijimos, de naturaleza religiosa. Qué poco sabemos sin embargo de lo nuestro y cuánto ha ido calando lo foráneo. La invasión cultural existe, pero para este avasallamiento y alienación tan sutil y peligrosa hay poca defensa si lejos de cuestionarla la aceptamos y promovemos.

Estos hechos son una parábola de nuestra vida: lo que surge de la oscuridad no puede vivir bajo la luz. Debemos, por tanto, sembrar lo que ennoblece, lo que nos libera, la vida, lo luminoso y alegre, y desterrar lo malo, lo oscuro, los signos de muerte del campo de nuestra cultura, y sólo así lograremos buenos frutos. Los pueblos, como las personas, no pueden vivir sin identidad y la identidad cultural se construye con lo que recibimos, las tradiciones, costumbres, afectos e ideales compartidos. Sólo conociendo de dónde venimos podemos saber quiénes somos, lo que debemos construir en el presente, y cómo proyectarnos al futuro del modo más humano posible.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *