MARÍA JULIA SCABINO: HUELLAS

Los niños han de tener mucha tolerancia con los adultos ANTOINE DE SAINTEXUPERY

Cuando tenía seis años comencé a asistir a la escuela de mi barrio. Ingresé directamente a primer año y disfrutaba mucho de aprender y compartir con mis compañeros y maestra. Yo estaba entre sus alumnas preferidas, no sé por qué, pero pienso que era por ser menudita, obediente y laboriosa. Mi salón era largo y los bancos varelianos estaban distribuidos en doble fila que mi maestra recorría decenas de veces desde el fondo al frente haciendo sonar sus altos tacones en el piso de madera. Desde el primer día ella me asignó mi lugar en el primer banco de la fila de la derecha junto a mi mejor compañera. En el transcurso del año se produjo una huelga de maestros que reclamaban mejores salarios y recursos para la educación (como siempre). Al inicio de la misma mi padre me dijo que mientras durara la huelga no me iban a mandar a la escuela. Mi maestra y la Directora eran las únicas docentes de la institución que entraban a trabajar. Yo me puse muy triste porque no quería faltar, sabedora además de que el resto de mis compañeros sí irían. Al salir con mi madre a hacer los mandados todos los días, me encontrara con algún compañero o con su mamá que me preguntaban: —¿Por qué no vas a la escuela? La maestra dijo que si faltas te vas a atrasar porque ella sigue enseñando cosas nuevas. Pasaban los días y yo seguía sin ir a clase y en mis idas al almacén siempre aparecía alguien a preguntar: —¿Hoy vas la escuela? La maestra dijo que si seguís faltando vas a quedar repetidora. Yo miraba a mi madre y no había respuestas. ¡Qué impotencia y rabia! ¿Por qué tenía que pasarme esto? ¿Por qué no se solucionarían de una vez estos conflictos de adultos? En la segunda semana algunas compañeras, mandadas por la maestra, fueron a mi casa a preguntar porque yo no iba a la escuela. Mi padre las recibió. Yo temblorosa escuchaba detrás suyo tomada de sus pantalones. No olvido su voz firme diciéndoles: —Si la maestra quiere saber por qué no va a la escuela, que venga ella a hablar conmigo. Por más que en mi casa seguía aprendiendo a leer y a hacer cuentas con mis padres, yo deseaba que aquella situación se terminara de una vez para poder volver a mi querida escuela a reencontrarme con mis compañeros y disfrutar de los recreos en el hermoso patio arbolado. Pasaron algunos días más y por fin el conflicto se solucionó. ¡Qué alegría! Pero grande fue mi sorpresa cuando al llegar al salón de clase, la maestra se mostró diferente conmigo y me reprochó no haber ido a la escuela por tantos días. Fui a sentarme en mi lugar de siempre y vi que estaba ocupado por otra compañera. Miré a la maestra buscando una respuesta y ella dijo: —Tu lugar está ocupado por una niña que vino todos los días a la escuela. ¡Qué tristeza! Toda mi ilusión desapareció. Todos mis compañeros me miraban y yo estaba a punto de llorar. En medio de tanta angustia me hacía muchas preguntas: ¿Por qué esa actitud tan hostil de la maestra? ¿Estaba siendo rehén de las buenas o malas decisiones de los adultos? Es cierto que no había asistido a clase, pero no porque yo no quisiera. No entendía las explicaciones de mi padre, pero tenía que acatarlas igual. No se me consultó si quería ir, no iba a ir y punto. (Así era en nuestra niñez). Desde ese momento mi lugar en la clase fue en el tercer banco de la fila de enfrente junto al compañero más travieso, más alto y más grande que yo. En mi corazón de niña no hubo reproches hacia nadie. Con esfuerzo me sobrepuse, aprendí y recuperé el tiempo perdido. Unos días después pasado el tiempo -que cura todo o casi todo, según dicen- la maestra me devolvió a mi lugar; al primer banco de la fila. Desde ese lugar transcurrieron los meses hasta llegar a la finalización del año escolar donde obtuve un excelente resultado final, aunque en mí quedó cierta melancolía que perdura a través de los años. No sé si lo sucedido me dejó huellas, pero sí estoy segura de que este recuerdo me acompañará mientras viva.

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