NORA GARCÍA: Noches de entonces

No me gusta la palabra añoranza. Pero si, recuerdos que nunca se irán de nosotros; nosotros los que tuvimos el privilegio de vivir en un mundo que para mis hijos es desconocido a pesar de que vivimos en el mismo barrio. Sí, porque traje a mis hijos a caminar en las mismas calles que yo lo hacía y jugar en las mismas veredas. Las mismas, pero no las mismas. Porque ahora están llenas de luz en la noche y es muy fácil de transitar sus calles bituminizadas. Pero esas mismas calles y veredas son las mismas, pero tan distintas. Recuerdo el sentimiento tan ambivalente que tuve cuando en la vereda de enfrente de mi casa, en la vereda de mi vecina Celina colocaron el primer foco a gas de mercurio que hizo de día a la noche, pero que perdió las estrellas. Porque mis recuerdos de infancia tienen una calle oscura donde brillaban las luciérnagas y cantaban los grillos y tenía una zanja en la que croaban las ranas, sobre todo cuando iba a llover, y los yuyos daban flores que recogía como las flores aterciopeladas azules de las borrajas. Y los bichos colorados que con aquella roncha te cobraban el peaje de acostarte en el pasto Y mi casa quedaba sobre un repecho, o sobre una bajada, porque todo es cuestión de perspectiva, como en la vida. Y en junio, en la víspera del día de San Juan; sí, el 23 de junio cuando temprano se hacía la noche, comenzaba a poblarse mi cuadra de fiesta. Y se poblaba de gritos y todos los vecinos salían a la calle y primero solo se sentía la algarabía porque se escuchaba el trabajo de los adultos armando a oscuras lo que quemarían en sus fogatas. Allí había de todo. Mi padre reservaba una cubierta de una rueda que ese año le había cambiado al auto para quemar este día. Y de pronto en la noche que ya no se sentía fría, se comenzaban a encender una a una las fogatas de mi cuadra desde la calle de abajo hasta la de arriba que era la mía… Entonces todos corríamos alrededor de la luz y el calor de las fogatas en esa noche que se iluminaba con los colores anaranjados del fuego. Y los rostros se veían alegres riendo coloreados por esa luz. Los gurises más grandes de la cuadra colocaban una esponja de esas que se usaban para hacer relucir las ollas de aluminio en la punta de un palo y las encendían y corrían gritando y festejando. Y esa noche mi calle se vestía de fiesta. No sé qué festejábamos, pero era así cada noche de San Juan. Nadie recordaba al santo, nadie rezaba, pero ese gesto nos ponía a todos en la sintonía perfecta de la alegría que ni la Nochebuena lograba en mi barrio. Creo que era el día de «los vecinos». Cuando años después volví a mi barrio, ya se habían hecho de día todas las calles en la noche y de pronto la gente se olvidó… o no quiso competir con la luminosidad del reluciente alumbrado. Recuerdo que le dije a mi padre una noche de San Juan: «Papá, vamos a cazar fogatas», y subimos a su auto y recorrimos los barrios periféricos buscando lugares donde la oscuridad de la noche permite que se luzcan las fogatas. Y «cazamos» algunas. En los últimos años le he preguntado a gente que vive en el campo. Se han ido apagando una a una. Pero están siempre prendidas en mi recuerdo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *