Hoy entró Braulio a mi mente, solía llegar a cualquier hora, cerca de cerrar al mediodía, o dejando tras él la puerta abierta al entrar, restregándose las manos espantando el frío, mientras sonriente largaba un “Buenos días”. Lo mismo que puntero izquierdo, se me venía por la zurda. Con sus escasos diez años, y aún más escasez de ropa, me mentía un dolor de cabeza para encabezar la charla, contarme una de esas hazañas que cuentan los diezañeros, o simplemente comentar:
—¡Que tararira se me escapó, en la cañada de la capilla! —y la medía extendiendo las manos lo más lejos posible una de otra, sin darse cuenta que ese tamaño no cabía en la cañada.
Se acodaba al mostradorcito de cobrar, y sin más que decir, se tomaba de nuevo su cabecita y murmuraba
—Bueno, me voy, tengo que ir a trabajar.
Era nomás una visita al pasar, a un bolichero que era yo, y que solamente por escucharlo
me granjeaba el título de “amigo”. Casi a diario charlábamos, no faltaba la ocasión en que me ofrecía ciruelas maduritas del árbol que no tenía, pero él era niño de la calle, se conocía todos los baldíos del pueblo y, si prometía, les hacía alguna visita. De haber poca fruta en el árbol se las guardaba en la panza, de ser muchas, me tenía a mí y a todos los bolicheros del pueblo para ofrecer su cosecha. Como si fuera hoy, recuerdo el día en que vino a preguntarme cómo hacer para sacar la miel de un camoatí sin que las avispas lo picaran.
La estupidez del niño callejero que también fui, me llevó a decirle: —Hay que hacer un poco de barro, treparse al árbol, y taparle la boca al camoatí.
Así como lo dije, lo hizo (mejor dicho, lo intentó). Tal parece que las avispas guardianas lo descubrieron en la tarea… Algo más tarde, ese mismo día llegó a mostrarme algunas protuberancias en nariz, orejas y cachetes con que lo premiaron las malditas.
Pues bien, según parece, se había empecinado en probar la miel, y volvió al método más antiguo, la caña y la piedra. Me contó de un buen resultado, no mucho, pero se quitó las ganas de probar tan exquisito manjar.
¡La pucha, Braulio! ¡Qué virtud tenía tu ingenuidad de niño pícaro, niño de calle, que hiciste retroceder a tus tiempos, a un bolichero ya entrado en años!
De un plumazo, salí con rumbo al campo, como siempre acompañado del Cacho y del Juan. En esta ocasión no lejos, en un chilcal, una frondosa, lucía, cual contrapeso, tamaña lechiguana. Habíamos oído comentarios de la virtud de su miel, y de cómo con una piola atada a la chilca, tirando y aflojando al otro extremo, la avispa se marchaba. En realidad, no eran avispas las de lechiguana. No puedo hoy decir a nadie que las vea, porque el Glifosfato hizo su obra exterminándolas, pero era una abeja más chica, con manchas amarillas en su lomo, y agresiva, puede ser que más que la grande. Una hora sacudiendo la chilca, y nada. Lo mismo que a Braulio. Pareciera que nunca un primer método da resultado. La de siempre entonces, piedras, manuables pero grandes, primer intento…en fila india y a tres pasos, uno tras otro corrimos pasando a su lado dejando caer la piedra en la colmena, dos pasadas, y colmena al suelo, luego un rato de espera, y cada uno comer lo suficiente como para “Pedir agua por señas”, y entonces, más tarde explotar de ardor de estómago.
Las veces que hicimos esto, fueron incontables… Luego crecimos, de tamaño, años, y nuevas aventuras (por desgracia irrepetibles para hijos y nietos: la tecnología y los “avances” de la ciencia suelen no ser lo que nos dicen.)
Hoy debo deleitarme de recuerdos, que por fortuna tengo los míos de cuando niño. Y el agradecimiento eterno a Braulio, su dolor de cabeza, sus ciruelas, y su camoatí, que me hicieron recordar un mundo de maravillas.