Sabina vivía en el campo no lejos de la ciudad. Sus años hacía tiempo habían dejado de ser jóvenes y se acercaba ya a su inminente retiro.
Solía tener presente que la vida es una cosa y los sueños muy otra. Sin embargo, no podía con la condición de eterna soñadora, vivía su vida transitando por su sueño. Seguramente era la herramienta que adoptó desde niña como método de vida para escapar de situaciones tormentosas. Recorrió un pedregoso camino: piedras grandes, más pequeñas; siempre piedras.
A duras penas pudo terminar su carrera de magisterio trabajando medio horario de doméstica en una casa cercana, viajando “a dedo” la mayoría de los días y comiendo huevos duros y arroz. Así, con una extraña tenacidad, logró terminar, no sabía cómo. Era, desde hacía ya mucho tiempo, maestra de escuela rural, pronta a concluir su ciclo.
Vivía bastante cerca de ella, en una casa blanca que se divisaba desde lejos en la altura. Había tenido dos hijos que tomaron su camino tiempo ha, lejos de allí, en busca de otros mundos y de los cuales poco sabía, y un compañero, padre de ellos, con el cual aún convivía. Un hombre adusto, autoritario, y controlador, quizás causante del alejamiento de los hijos.
Desde entonces una vida de silencio los envolvía ―quizás desde siempre, porque no tenían nada en común―. El paso del tiempo desgastó aún más su carácter. Temprano en la mañana partía a sus tareas de campo y retornaba al atardecer, evitándola. Solía arrojarle con rencor los libros que ella atesoraba ―la mayoría viejos y usados―, como despreciándolos y a los cuales ella volvía a recuperar y ordenar más tarde.
Ella, menuda e inquieta, realizaba temprano los quehaceres de su pequeña casa, que mantenía muy limpia; preparaba sus tareas docentes y partía, siempre partía.
No era larga la caminata diaria a la escuela rural, aunque ahora, con el paso de los años, le parecía más lejano el camino cruzando la carretera cercana y la vía del tren que, muy de tanto en tanto, pasaba con largos vagones de carga.
Amaba su tarea con los niños, quería a esos seres sencillos de alma clara y solía compartir con ellos —con los únicos― alegres conversaciones. Sus compañeros la veían como alguien más bien raro; no encajaba en sus conversaciones banales y solía contestar con frases cortas o monosílabos a sus preguntas.
Este monótono trajinar se repetía en su vida día a día, año a año. Se acentuaba con el tiempo su sentimiento de soledad que combatía leyendo ávidamente y soñando con los ojos abiertos otros mundos, añorando otras vidas.
Se veía a sí misma en ese eterno ir y venir como era hoy en día, las canas profusas, las manos ―eternas hacedoras de cosas―, ya arrugadas, su cara con la mueca de la tristeza marcada en el entrecejo y en el rictus de amargura de su boca, el declinar lento en el tiempo.
Pronto dejaría sus tareas, quizás el año próximo. Ya no tendría más escape.
En su diario trajinar, solía mirar a esa desconocida en las aguas de los amplios tajamares cercanos. Cada día le atraía más la vía del tren que pasaba y cruzaba lentamente la ruta por la cual circulaban raudos los vehículos.
Esta extraña era incapaz de conmoverse, como otrora lo hiciera, por la belleza de los atardeceres, por el aletear constante y la música sin fin de las aves al amanecer, por el ágil baile de los árboles movidos por el viento que parecían susurrar.
Y en ese momento —en ese preciso momento— tomó conciencia del hecho: no había elegido el nacer, pero podía elegir el morir.