Noventa y pico debió tener al morir el tío Aldo. No era pariente mío, aunque hubiese querido que lo fuera, un tío tan pícaro y dicharachero que cualquiera desearía ser su sobrino.
¿Saben por qué? Porque jamás lo oí quejarse del reuma por más que lo tuviera, supe verlo caminando como si marchara descalzo entre espinas, pero eso de usar bastón, no. Eso era pa viejos, solía decir.
Ahora que, si con nueve décadas, le buscábamos la boca diciéndole “Mire, tío, qué fuerte está esa morocha” se le iluminaba la mirada, y buscándola a un lado y otro, preguntaba “Eh ¿adónde?”, y si la cosa era de caminar, salía derechito y firme como milico en desfile.
Mas también tuvimos muchas charlas serias, como aquella vez en que me confesó que él parecía haber nacido “contra”, cuando aquí casi todo el mundo votaba a Martínez Trueba, él le puso el voto a César Mayo Gutiérrez.
De ahí que calculo la edad, porque era como solterona, ¡minga de decir su edad verdadera! Solía en ocasiones, no poder ocultar sus preocupaciones, y recordaba entonces aquellas épocas negras —que las tuvimos, y por años, como una docena—, cuando había que hablar despacito y cuidando no estuviese cerca alguno de esos colgados de la oreja, que nunca faltan.
Fue tras unas truqueadas en un boliche que no recuerdo, me agarró como cura en el confesionario y me dijo:
—Yo fui uno de esos muchos que cayó como un chorlito, aburrido de escuchar la radio, enumerando por horas los asaltos, los crímenes, las manifestaciones, la inseguridad, y los Tupas, que parecían ser el cáncer de la sociedad. Supe decir: “Esto así no va más, pa’ vivir así mejor los milicos, que vengan a poner orden”. —De chico —continuó— oía en casa sobre las brutalidades de Terra y su dictadura, solía recordar mi padre sobre los cieguitos Costa, del mismo cuadro, del mismo color mejor dicho, pero por pensar distinto se quedaron sin pensión, pasaron a vivir de limosnas del vecindario. Me faltó memoria, como a muchos que desesperados pedimos milicos, y después mi amigo, “joderse y tomar quina, la mejor medicina”.
Callé. ¿Qué podía decir? Ya estaba en mis tiempos y, como él, también lo padecí, también se había dado la oportunidad de pedirlos y también hube de tomar quina, y por damajuanas.
Al día de hoy, digo como el criollo “No voy más a un baile al cielo”, y mucho me cuido al momento de desearlos. Ellos todo lo traman, mas me he vuelto hasta desconfiado de mi sombra y hay ocasiones, en que debajo de las ropas de asaltantes filmados por cámaras, adivino uniforme, y no de soldado raso, porque se les ven galones.
Desconfío de la limosna al indigente. Eso es nomás crear diferencias en una sociedad, es darle comida en la boca al mastín, para luego exigirle lo que quiera, en caso de necesitarlo.
Por eso, cuando me vienen a pedir apoyo para perdonar deudas a deudores contumaces, pienso que es solucionar problemas de quienes tal vez ya hayan perdido el orgullo y la dignidad de decir “Con mis manos logré comida para alimentar mis hijos, denme trabajo, para lo demás me basto”. Así un día llegará, en que mirando a los ojos a tus hijos, sentirás el orgullo inconmensurable, de pensar para tus adentros: Parecido al supremo, los hice a semejanza de lo que soy.
Antonio Lissio: El tío Aldo
