Días antes del encuentro, el viejo saca la guitarra del estuche, le pasa el trapo más nuevo que encuentra y, como le permite su oído, afina las cuerdas. Practica sus canciones y la deja apoyada en una pared de su cuarto lista para volver a sonar.
La familia de Ambrosio explota en gritos y aplausos cada vez que lo ven cruzar el umbral de la puerta con la guitarra sujeta entre sus manos. En esos momentos, las tortas fritas esperan intactas en la mesa, las manos de cartas son dadas vueltas y la conga espera para más tarde; nadie puede perderse ni un segundo.
Don Ambrosio prepara el viejo banquillo para apoyar el pie en alto, y allí donde lo hace, sus nietos son los primeros en sentarse alrededor. Coloca sus manos sobre las cuerdas y empieza a tejer las milongas más cálidas que pueden salir de unos dedos de carne y hueso. Las notas, como hilos, van recorriendo los oídos de la gente, y así, con los años aquellas tardes fueron entretejiendo los lazos y anécdotas que unieron a su familia.
Cada año se repite aquel ritual en su familia; los hijos más grandes de ‘El viejo’, como le dicen, ya conocen de memoria las canciones que hay en el repertorio de su padre. Aun así, verlo con la sonrisa de oreja a oreja tocando aquellas gastadas pero eficientes melodías es lo que hace valer la pena el largo viaje hasta la casa de su padre.
El viejo es un hombre ya entrado en años, se le conocen pocos gustos que lo llenen tanto como ser el centro de atención cuando resuena la guitarra en las reuniones de familia, los rasgos de su cara invitan uno a pensar que ha llevado una vida triste; sin embargo, despliega la sonrisa más larga del mundo si tiene algún nieto en la falda, o recorriendo el campo a caballo con él. Además, le encanta prender la estufa en invierno y que sus hijos lo ayuden a entrar la leña, siempre deja caer algún palo al piso para que sus nietos lo levanten y vayan tras él sintiendo que levantaron el tronco entero.
Parecía que todo aquello no había sido hace más de un par de días. Se pregunta si reconocerá a sus nietos después de tanto tiempo. Sin embargo, los años siguen pasando y continúa sin verlos, ni siquiera sabe nada de sus hijos. Ya ha pasado mucho desde todo aquello, por temas de salud, clima y horario su familia ha ido cancelando las reuniones año tras año. Ambrosio siempre los ha esperado con su guitarra posada en la pared del cuarto, libre de polvo y preparada para sacar risas y aplausos, pero últimamente vuelve a guardarla con una profunda angustia.
En estos años de ausencia, decenas de peleas han separado a la familia. Gran cantidad de sus hijos no han hablado entre sí en años y sus nietos, que ahora son grandes, estudian lejos de sus padres. Les son ajenos los recuerdos del viejo que tocaba la guitarra en el comedor de su casa.
Para Ambrosio, los años sin su familia han sido difíciles. Totalmente incomunicado y al margen de los conflictos, nadie tiene tiempo para él. Fruto de su soledad, un profundo dolor en el pecho ha ido creciendo lentamente. Pasa las tardes sentado en el zaguán, mirando la curva del camino por donde su familia entraba formando una caravana, y su dolor se agudiza cada vez que ve caer el sol tras ella.
Aquella rutina se vuelve enfermiza y sabe que no le queda mucho tiempo; hoy sería su última tarde.
Se dirige hacia su cuarto y observa la guitarra que había dejado apoyada contra la pared hacía mucho tiempo, lista para sonar en el comedor. Hoy, llena de polvo y con la pintura caída, presenta una triste imagen de lo que había sido en el pasado.
Ambrosio se sienta en la silla del comedor vacío. Acomoda la guitarra en su regazo, sintiendo el peso y la familiaridad de las cuerdas bajo los dedos. Cierra los ojos y comienza a tocar contra la soledad. La casa explota de algarabía, risas y aplausos parecen resonar entre sus paredes, recuerda el golpe de la masa de las tortas fritas y los chirridos de las sillas que se perfilaban hacia él. Aquel concertista de comedor urdía su última milonga, deseando desde lo más profundo que tocara alguna puerta, alguien necesitaba escucharla.
Sonaron las últimas cuerdas al aire, lentamente abrió los ojos. Nadie ríe ni se escuchan aplausos; las lágrimas recorren el instrumento y caen al piso, el dolor vuelve a atravesar su pecho, se abraza fuertemente a la guitarra y se desploma sobre ella
Escritores Floridenses: Lucas Martínez- «Cuerdas al aire»
