Escritores Floridenses: «Mala… mala»- Silvia Luzardo

Los hombres de campo estaban reunidos, sentados en troncos rodeando al fogón.
El chisporroteo de los leños llenaba el silencio junto al sonido suave de los grillos. Los dormilones blanqueaban en el cielo, pasando de a dos o de a tres. La luz emitida por el fuego alumbraba de manera despareja, con intermitencias, a los rostros y manos curtidos de aquellos trabajadores, combatientes diarios de vientos, lluvias, granizadas y de soles que “rajaban” la tierra.
Tres habían llegado a destino con la tropa desde lejos, los otros dos eran un peón y el hijo del dueño de la estancia.
El aroma de la carne asada envolvía a los comensales y entre ellos, cuatro jadeantes perros, cansados de la larga caminata acompañando a jinetes y conduciendo a los animales, atendiendo y respondiendo a aquel código de silbidos y onomatopeyas emitidos por los jóvenes troperos.
El tiempo transcurría lento entre los sorbos de aquel fortísimo alcohol que pasaba de mano en mano y de boca en boca, quemando las gargantas sedientas de tanto calor y de tantas polvaredas de los bebedores.
Y en la tranquilidad de la noche de verano, en la que hasta el aire pesaba, de espaldas a los hombres, surge a lo lejos, como flotando, la iridiscente, fosfórea, liviana y etérea luz mala, la que, como contrariando la voluntad de los cansados espectadores, parecía, a propósito, dirigirse hacia ellos, vaya a saber por qué fuerza o energía conducida, porque la atmósfera era calma, no había ni un atisbo de brisa y el aire solo se movía al impulso de las respiraciones profundas e intensas de los cinco testigos.
Mientras la carne se doraba lenta emitiendo pequeños chirridos, y la leña explotaba en breves estallidos, la luz pasó muy cerca de ellos, casi a ras del suelo y subió, juguetona, a una de las astas de la alta y larga reja que separaba y limitaba a la señorial casa de los campos y luego, como dirigida por un prestidigitador, con total delicadeza, iba desde una punta de lanza a la otra, recorriendo casi toda la cerca; luego, sigilosa recorrió el patio y se posó como desafiante en el azulejado pozo de agua y allí desapareció como en un corto suspiro.
El asado estaba pronto, los cuchillos afilados también, listos para cortar los bocados calientes, sabrosos y llevarlos a la boca, pero… la caña se había acabado y ninguno de los gauchos se animó a ir al pozo a retirar del agua la regordeta damajuana de vino, que sumergida en esta, pendía de una larga soga, para mantenerse fresca.

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