Lo vi de reojo caminando por la vereda de enfrente rumbo al Mercado, seguramente iba a lo de su amigo y colega Sánchez. Su figura menuda y ágil a pesar de su avanzada edad, pasó a mi lado saludándome.
-¡Adiós!- le dije.
-¡A Dios no lo verás nunca! – me contestó risueño, y agregó, con la picardía que lo caracterizaba: -¡Siempre está escondido atrás de la puerta! – Y siguió caminando.
Me quedé mirándolo con admiración. Sí, yo admiraba a ese hombre: Don Luis.
Tenía más de noventa años, noventa y cinco, si no me equivoco, y gozaba de una salud y vitalidad envidiables. Hacía honor a su apellido, Vidal, porque rebosaba vida en todos sus actos.
¡Con la edad que tenía y todavía iba a pescar! Pero no a pescar al Pintado o al Paso Calleros. Él se iba por una semana al monte tupido, al Río Negro, en carpa hecha por sus propias y hacendosas manos, con su barra de amigos.
¡Cómo recuerdo sus manos! Eran unas manos enormes acostumbradas a trabajar desde niño, la mayor parte de su vida como talabartero; unas manos que despedían amor, porque cuando saludaba todos sentían realmente ese contacto sincero y absoluto a través del calor áspero que de ellas emanaba.
-¡Tomá, te regalo un bolso para los mandados! – oí que le decía a su vecina una mañana, cruzando la calle para alcanzarle el obsequio hecho por él mismo con restos de cueros.
Era así de sencillo, así de humano, así de noble “El Viejo Vidal”, como le decía todo el mundo, y él mismo.
Todas las tardecitas, se vestía “de punto en blanco” y enfilaba para el Club Democrático. Allí lo esperaba una mesa de truco, o una partida de casín.
Entre “quiero”, “retruco” y “canto flor”, se fumaba el único cigarrillo que se otorgaba a sí mismo en honor a su mesura. A veces pedía un whisky con vermouth, eso sí, uno solo.
Era de tener muchos amigos, de todas las edades.
Desde chica me gustaba ir a verlo trabajar a su taller. Hacía carpas, recados, cosía cierres de valijas, y hasta armaba cañas de pescar. Tenía una máquina de coser con la que efectuaba su magia en cualquier material, por más duro que fuera. En los estantes colgaban destornilladores, serruchos, pinzas, y muchas más herramientas de las que nunca pude aprender los nombres.
Siempre estaba trabajando, hasta los domingos, supongo que realmente lo disfrutaba.
Cuando se jubiló pasó de trabajar cobrando a trabajar sin cobrar, porque no quería que le pagaran.
Vivió ciento dos años y falleció el mismo día de su cumpleaños. Luego de festejar al mediodía con la familia y sus entrañables amigos, se acostó a sestear y ya no se levantó más.
Fue mi maestro, porque fue un ejemplo para mí, ejemplo de humildad, de trabajo, de desprendimiento, de ternura.
Agradezco a la Vida y a Vidal, por haber sido mi maestro, y mi abuelo.