Oye, muchacho, ven ̶ dijo ella.
Yo, con la excusa de pescar, soñaba de ojos abiertos, a escasos metros.
-Acércate ̶ agregó. A sus pies el agua quieta de la cachimba repetía su rostro.
-Deseo beber agua de la vertiente, cuando me tienda a beber, sujétame el cabello, no quiero mojarlo.
Y se tendió entre los pastos, sus antebrazos se posaron en las piedras que rodeaban el agua, su pelo quedó entre mis manos. Creí soñar, tenía un aroma para mí desconocido.
Y aquel idioma, el mismo que el mío, pero distinto, beber, vertiente, cabello… No era tomar, ni cachimba, ni pelo (al que robé su fragancia y hoy aún lo huelo).
̶ Ayúdame ̶ dijo al intentar levantarse ̶. Ayúdame a erguirme.
Lo hice, vi el negro profundo de sus ojos mirarme, vi su piel blanca como la leche, temblar al tocarla mi mano, vi sus labios rojos como flor de ceibo, llover el agua de la cachimba.
No vi más nada, el resto solo lo sentí. Lo sentí con mis manos, con mis labios en los suyos, con mi cuerpo en el suyo.
Y como vino se fue.
Fueron vanos los inventos de una eternidad de pescas, de posar mis antebrazos en su misma piedra, de mirar el oscuro fondo del agua, en busca de su imagen, en busca de dos pétalos de ceibo, que afloraran del fondo de las aguas mansas de la cachimba…
Se había ido.