Podrán decir lo que quieran, pero Goyo, para acabar con el virus de la miseria, vaya que se las ingenió. De un antiguo herrero, miserable y mal pago, tornose en curandero de renombre.
No fue casualidad si en el criollo pueblerino agotado por la pobreza, naciera tal caudal de astucia que a cualquier citadino deja sin palabras.
Y Goyo, a pesar de los años, venía dispuesto a triunfar en su nuevo oficio.
Se ubicó en un rancho viejo, único antes del cementerio, como última esperanza de vida antes de la morada póstuma.
De más está decirlo, sesenta años de vida, para quien abre bien los ojos, no son “al pedo”.
Siempre Goyo tuvo ojos bien abiertos, y orejas sin cerillas; cuando empezó el nuevo negocio tenía llenas de vidas, cuentos e ideas las maletas.
Se dio un día, de dos hermanos chistosos, de esos que tiene algo de crueles y siempre agarran a alguien “de punto” para hacer reír con ellos a los que, entre cañas y tabacos, van gastando mostradores.
Fue así que el mayor de los hermanos se dignó visitar el consultorio de Goyo.
Allí entre un altar pleno de yuyos, asomaba una pequeña virgen de un cuadro y, algo más abajo, también entre yuyos, una tentadora damajuanita con cinco litros de tinto.
―Goyo ―dijo este―, tenés que curarme. Días pasados en un bailongo, vos sabés, allá donde termina el pueblo, me conseguí una novia, me la llevé al rancho, Goyo y ¿sabés para qué? Para hacer un papelón. Quedé sin fuego y con barba ¿Me entendés, Goyo? Por favor, dame algo que me haga sentir hombre.
―Muchacho ¿por qué demoraste tanto? ¿No sabés, acaso, que para esas quebraduras estoy pintado? Mirá, acá tenés lengua e´venado. Tomala tres días y vas a andar a los saltos; ni entradas en años se te van a escapar.
Aquí le saltó el muy ladino. Goyo había quedado “en orsai”
―Pero, Goyo ―le dijo. Vas mal rumbeao. Lo mismo le recetaste a mi hermano menor que vino a pedirte ayuda para aquietar el pájaro, porque ya ni bailar podía, sin que los ánimos se le levantaran del suelo.
Creyó haber embretado a Goyo el muy pícaro, cuando de atrás de aquellos mostachos retorcidos, Goyo esbozó una sonrisa cómplice y le dijo:
―Por algo soy curandero y distingo los yuyos. A él le di lengua de venao hembra y a vos te doy lengua de venao macho, de la mejor, de la que nace en la costa.
Como perro “guasqueao” por su amo, con la cola entre las patas y gastando panza contra el suelo, se despidió el chistoso.
Goyo tendría muchos años de vida, pero de zonzo, ninguno.
