Hace pocos días se presentó en el parlamento un proyecto de ley que propone la creación de un Consejo de laicidad. Este tiene por objeto vigilar para que se mantenga la neutralidad del Estado, principalmente en materia religiosa. Se supone, por tanto, que hay amenazas o «sospechas de desviación», como dice la exposición de motivos del proyecto. Estos presuntos peligros harían necesario que el Estado, por cierto bastante exigido financieramente por la pandemia, destine una parte de su presupuesto para mantener a raya a la religión en la esfera pública, o sea, cree un organismo con atribuciones para ejercer de policía administrativa en este terreno. Dejando de lado lo improcedente de una iniciativa de esta naturaleza, que aumenta la burocracia y el gasto público, creo que fundamentalmente es inadecuada por el espíritu que lo anima, a mi entender inficionado de un concepto de laicidad muy retrógrado y negativo. Dicho proyecto parte del error que consiste en no entender que la laicidad expresa un método más que un contenido. Que la laicidad sea solo un método quiere decir que es un medio, es instrumental al contenido, al fin, que es la libertad religiosa. Es muy correcta la expresión con la que comienza la exposición de motivos del proyecto de ley: «La laicidad es un principio constitucional de primer orden». Pero hay que aclarar que no es «el principio», sino que es uno más de los principios informadores sobre derecho religioso que consagra el artículo 5º de la Constitución, junto a los principios de igualdad y cooperación. El principio fundamental, del que depende el resto de los principios, es el derecho humano a la libertad religiosa. El artículo 5º en primer lugar expresa: «Todos los cultos religiosos son libres en el Uruguay» (libertad religiosa) y, en segundo lugar: «El Estado no sostiene religión alguna» (laicidad). Si entendemos la laicidad, como debe ser, en clave de libertad de religión y creencias, aun reconociendo que hay muchos tipos de laicidad -y la uruguaya sería una de ellas-, no podemos negar que algunas son más apropiadas que otras para la defensa y promoción de la libertad de religión. En este sentido, serán más efectivas las laicidades que defienden y promocionan que las que solo toleran al factor religioso. Por eso, sigue siendo válido distinguir entre laicidades propositivas y laicidades no inclusivas. El espíritu del proyecto de ley claramente se encuadra en el segundo tipo. En el derecho comparado hoy no se discute el carácter rector del principio de libertad religiosa en el tratamiento jurídico de la religión, ya que es el principio primero y fundamental para calificar al Estado en materia religiosa. Sin embargo, desde hace un siglo, en Uruguay nos persigue un doble error: creer que la laicidad es un fin en sí mismo y no un método, y hacer extensivo este método o instrumento estatal a toda la sociedad. La sociedad es el espacio de la manifestación plural de las creencias, son laicos los estados no las sociedades. El valor a defender es la libertad religiosa, que como derecho fundamental, es la expresión ética del respeto a la dignidad de la persona humana, base de toda sociedad. De ahí el Estado asume su posición y su compromiso en la promoción de los derechos religiosos, como parte del bien común. La «base del sistema democrático republicano» no es la laicidad, como expresa el artículo 1 del proyecto de ley, sino la libertad religiosa. Un Estado laico debe ser un Estado neutral, pero no neutralizador del factor religioso, ocultado en el ámbito público. La separación o aconfesionalidad no significa indiferencia a la religión. El fundamentalismo laico, que pretende instaurar «valores republicanos laicos» como opuestos a los «valores religiosos» no favorece el derecho a la libertad de religión. La libertad religiosa, como todos los derechos humanos, no es una concesión del Estado al ciudadano, sino un derecho que surge de la dignidad de la persona. En consecuencia, la democracia hoy exige la plena realización de la libertad religiosa como condición de un Estado de Derecho, más aún, de un Estado de Derechos. No se trata, entonces, de proteger el instrumento, sino el fin. En este aspecto, sería más apropiado, antes que una ley sobre laicidad, una ley de libertad religiosa, que contribuya a potenciar y delimitar, dentro del bien común, el ejercicio de dicha libertad. Se trata, en definitiva, de ubicar la religión dentro del ámbito público y no defenderse de ella. Creo que esta concepción sobre la laicidad, inexistente actualmente en el mundo occidental, es opuesta a una sociedad que pretende ser democrática, plural e inclusiva. En definitiva, hay que cuidar de promover y proteger los derechos humanos, entre ellos el de libertad religiosa, porque cuando este fin se verifica no es necesario reparar tanto en los medios. Dicho de otro modo, si existe un Estado de libertad religiosa no es preciso hablar tanto de laicidad.
¿CONSEJO DE LAICIDAD O LIBERTAD RELIGIOSA?
