Su piel abraza el amor, el cariño, o tal vez una mentira, o una ilusión.
El arrullo llega en ahogadas notas, tristes, mortificantes, dulcemente desgarradoras.
Y ella, en su desgastada ternura, apenas alcanza la claridad.
Duerme mi niño, duerme ya.
La mecedora rechina en cada movimiento, susurrando canciones dormidas y aplastando todo momento y espacio.
Sonríe. Su sonrisa se dibuja, trémula, encendida en el mundo oscuro en el que ahora habita.
Las verdades vuelan a su alrededor, le gritan en la cara, pero ella no las escucha, protegida por el recuerdo de tardes marchitas y sueños que no pudo alcanzar.
Ella no está. Duerme. Duerme en un sueño profundo.
¿Y quién canta? Solo un sueño, solo un invento de la humillación y la angustia, creación fatal de lo inexistente e inalcanzable.
Solo canta. Solo llora a través de notas en forma de arrullo.
Si pudiera ver. Pero el dolor la enceguece y la mentira la absorbe, con lentitud y delicadeza.
No le importa, porque no lo sabe.
La canción de cuna recorre su sangre, su cuerpo y su alma.
Muerta, muerta en vida, muertos los brazos y muerta la mirada. Solo su sonrisa y su voz viven.
Y entre sus brazos marchitos, inmóvil, con los ojos desmesuradamente abiertos, la mirada falsa y el corazón de piedra, el bebé de plástico.
Sin voz, sin alma.
Sin poder llorar.
Daiana Castañares: Arrullos
