El banco de la plaza todavía está húmedo por el rocío de la madrugada, y aun así no se siente tan frío como la soledad en mi corazón. Hay allí un ápice de verdad tratando de colarse con mis lágrimas, pero a la más leve muestra de debilidad me limpio el rostro y vuelvo a ver a la ventana. Tu ventana. Y el rocío del banco mojando mis pantalones me lleva a esa noche de lluvia y tus labios presagiando la fatalidad.
Me pediste que ya no volviera, y obedecí. Me pediste que me alejara para poder hacer tu vida, y eso hice. Me pediste que no suplicara por un futuro que jamás existiría, y no supliqué. Te solté la mano incluso antes de poder tomarla entre las mías, y me perdí en aquella noche de lluvia ante tu mirada incrédula.
No obstante, no pude dejar de observar con recelo tu figura escabulléndose tras las cortinas. La cruel muestra de una historia que yo jamás podría tener.
Y noche tras noche, me instalé en aquel banco antes de la madrugada, solo para ver tu delgada silueta danzando con la música del tocadiscos de tu abuela antes de irte a dormir. Una sinfonía de dolor descendiendo hasta la calle y recorriendo la tierra húmeda, serpenteando incansablemente hasta llegar a mis pies. Una sinfonía que ahora escala por mis piernas y me envuelve el pecho hasta comprimir mi razón.
Aprieta, asfixia. Duele. Duele, aunque sea tu felicidad la mayor de mis aspiraciones.
Y la flor, la flor radiante como el sol que pretendí darte ese día todavía se pasea por mis manos, como esa vez, esperando pronunciar las palabras que ya no serán. Se pasea entre mis dedos, ya marchita como la esperanza de tenerte al fin entre mis brazos.
Caen los pétalos secos y se desploman contra el piso. Crujen bajo la suela de mis zapatos. Sí, esta vez, por fin, tu ventana será mi última visión.