Escritores Floridenses: Ana Ríos -«El chistido»

Esta historia la contó ella otra vez en una noche de mucho frío.
Habíamos ido a pasar unos días a lo de tía Nancy. Afuera soplaba el viento y adentro ardía la leña en la estufa. Mate, pizza y ojos abiertos. Bien abiertos mirando con disimulo hacia la puerta que habíamos trancado con lave, candado, reja. Mucha inseguridad en ese barrio y ya nadie saldría ni nadie entraría. ¿O entraría?
Ella comenzó diciendo que la primera noche que estrenó su cuarto, en la casa nueva, en lugar de haber sido placentera, en realidad fue de terror.
Todos conocíamos su habitación. Fue armada con cosas que rescató en cuanto llegó de entre las amontonadas antigüedades de un viejo galpón: una cama de hierro, un ropero de madera de ébano, un baúl legado de inmigrantes italianos, dos estribos de algún caballo cansado, un primus…
De esto hacía ya más de un año, pero siempre que ella narraba lo sucedido aquella noche nos impresionábamos.
La casa, nueva para nosotros, era una vieja casona de más de cien años que había sido una hostería de paso, donde gauchos, paisanos y mercachifles llegaban a caballo o en carros. Comían, descansaban y partían, con el lucero del alba como guía, a su destino.
Ella dijo lo que cuenta siempre, que esa noche al acostarse oyó un chistido.
-¿Qué fue? -se dijo para sí-, ¿mi imaginación?
Otro chistido, y esta vez desde más cerca, como de adentro mismo de su habitación.
Esperó un rato largo, no más chistidos, así que recuperó la tranquilidad, se acostó y apagó la luz y, nuevamente:
―¡Chist! ¡chist!
No se animó a estirar la mano para apretar el botoncito de la lámpara; estaba paralizada de miedo y no pensaba. Ella, que era tan fuerte, tan inteligente, sintió miedo y no pensaba. Nada. Silencio. El chistido otra vez y arrastraban algo. ¿Pies? ¡Eso mismo! Eran pasos lo que escuchaba.
Silencio. No respiró; los ojos cerrados, inmóvil. El único órgano de su cuerpo que no fingía era el oído. A ese, el intruso, no lo vería, pero él oiría. ¿Serían uno o dos intrusos? ¿O serían tres, cuatro?
Sintió una presencia. Abrió los ojos. La luz estaba prendida. Los cerró rápidamente. Quiso gritar, no pudo. Estaba muda y, despacito, apenitas abrió un ojo y… ahí lo vio.
Era un barbudo alto, grande, recostado en la puerta, serio, sin ropa, pero sin desnudez, como dibujado.
Ella sigue contando que cerró el ojo, incrédula y quiso dormir, pero el hombre seguía ahí y se sentó en la cama murmurando “Esta cama es mía, Esta cama es mía y esos estribos que tenés colgados ahí son de mi morito”.
A ella le comenzó a rodar por todo el cuerpo un sudor excesivo y, armándose de valor, se sentó también. Mirándolo de frente y sin temblar le dijo:
―Era tu cama, eran tus estribos. Tú estás muerto y tu morito también. No jodas más. Acá duermo yo y no voy a dejar esta cama. ¡Quiero dormir!
―Ja, ja, ja ―interrumpió el tío José―. ¿Cuántos porros te habías fumado ese día, Berni?
Un chistido lo hizo callar y un galope de caballo se alejaba del lugar.
Los que conocíamos el final del relato, esperamos a que ella continuara y dijo:
―El hombre nunca más apareció, ni los estribos que quedaron dibujando su contorno en la pared.

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