La casona que está en Florida, en la calle Gallinal casi Herrera, calculo que data de principios de 1900. Ahora en ese lugar hay un comercio de venta de frutas y verduras, pero cuando yo era adolescente, allí funcionaba la Alianza Francesa, lugar al cual concurría a estudiar el idioma del famoso Víctor Hugo.
Hará cosa de un mes, el comercio aludido anexó la venta de productos de alimentación de mascotas, y como tengo un perro, entré a preguntar precios. El local estaba atestado de clientes, y los empleados muy ocupados, por lo que pasé a curiosear a la parte de atrás, que es donde están las raciones.
Apenas me asomé vinieron a mi mente los recuerdos vividos en mi juventud. El ahora depósito, antes era un hall al que daban todas las aulas del centro de estudio. ¡Si habré esperado a los profesores allí! En ese entonces había tres bancos sin respaldo, que colocaban contra la pared, y varios taburetes, que tanto servían para poner allí, como para trasladar a los salones cuando no alcanzaban las sillas.
Como el empleado que atiende a los clientes por turno, gritó el número que yo tenía, fui rápidamente a la parte de adelante y pedí lo que necesitaba. Después le solicité para pasar nuevamente al fondo y observar la propuesta de la comida para perros, a lo que me dijo:
—¡Sí, adelante! Yo sigo atendiendo acá y cualquier cosa me avisa.
Pasé de nuevo al depósito—hall, más para reavivar mis recuerdos que por la mercadería.
Reposando en un banco alto había un muchacho de gorro, e identifiqué en el sitio varios de los taburetes que yo recordaba de la Alianza, incluso aquel en el que el chico estaba sentado.
Creo que para que yo no pensara que era un haragán, me comentó:
—Estoy descansando un ratito. ¿Usted sabe? Cuando estaba descargando el camión, me dio un tremendo tirón en la espalda y estoy acá, esperando a ver si se me pasa. La vi entrar y me pareció como que busca algo. ¿No?
Me vi forzada a contarle sobre lo que había ocupado mi mente en ese rato, y me pareció interesado por los recuerdos de antaño (cosa que no pasa seguido con los jóvenes), por lo que continué relatando:
—Una vez, cuando yo tendría doce o trece años, pasó algo raro en este mismo lugar —El muchacho “paró la oreja” y yo proseguí—. ¿Viste esos taburetes? Son de cuando yo venía a estudiar francés, y tienen una leyenda. Un día, a Marita, la señora que limpiaba, le pasó algo extraño con ellos. Resulta que una noche se quedó sola más tarde de lo habitual, limpiando. Ella acostumbraba a colocar los taburetes en fila contra la pared luego de asear el piso, cosa que al otro día los alumnos tuvieran todo ordenado. Era la medianoche, porque había oído las campanadas de la iglesia, y ya estaba por irse. Pasó para uno de los salones adonde había dejado su saco y su cartera, y se abrigó bien porque hacía frío. Cuando volvió al hall casi se desmaya del susto. Los taburetes que ella tan prolijamente había arreglado uno al lado del otro, estaban en el medio del hall apilados como en una torre, tres abajo, dos al medio y uno arriba. ¡No podía creerlo! Salió corriendo despavorida y cerró de un portazo. Al otro día fue temprano por la casa de la encargada de la institución a contarle lo sucedido. La directora no pareció muy asombrada e intentó calmarla, pero Marita le dijo que renunciaba, que ella no iba más a ese lugar. De tarde fui a clase como siempre y la profesora nos contó lo que le había pasado a Marita. También nos dijo que no era la primera vez que sucedían cosas raras en la Alianza, siempre después de las doce de la noche. Yo era chica y me asusté un poco, pero después se me fue.
—¿Estás bien?— le pregunté a mi interlocutor porque lo vi un poco pálido.
—Sí, señora, ya estoy mejor —me respondió levantándose como un resorte de su asiento dispuesto a seguir trabajando.
A los dos días volví por el local decidida a comprar la comida del perro, y pregunté a un empleado por la salud del muchacho de gorro con el que había estado dialogando.
—¡Ah! ¿Usted me habla del Tincho? —me dijo, y continuó—. El Tincho se fue, no vino más. Le mandó un mensaje al patrón diciéndole que había conseguido una changa. Pero a mí me dijo que ni loco volvía al negocio, porque acá había fantasmas.
Después de atenderme, y al ir saliendo yo del local luego de pagar, el mismo empleado que ahora estaba en la vereda, se acercó a mí y me susurró, como para que nadie más oyera:
—¡Mire que el Tincho no está loco! Uno porque ya está acostumbrado, pero acá… acá pasan cosas raras.
Escritores Floridenses: Anahí Vidal- «Los taburetes»
