En la perra vida aspiré transmitir tantos genes. Como se iban a compartir con los de mi amada, aspiraba a que los míos fuesen los que inculcaran alegría, felicidad… Bastaba con soportar yo los otros, los pesimistas, los que anhelan con cambiarlo todo, los que ya detesto, pues han logrado que mi felicidad fuera apenas ratos.
Recibimos su invitación… Un famoso violinista llegado a Montevideo, con su correspondiente “ian” acabando su apellido. Nos invitaba a escucharlo, y él fue el intermediario.
Sentí la piel de gallina, los mismos gustos, disfrutar del llanto de un violín no se lo deseo a nadie, pero lo confieso, me agrada sobremanera por más que un violín es un alma que llora, un llanto supremo en manos de quien lo ejecuta, y si ese ejecutante lo siente, más lo trasmite.
Ahora que, si ese violinista lleva consigo arrastrando dos genocidios en su sangre y lo sabe trasmitir, es lo supremo, un Paganini en nuestra época.
Todo su sufrimiento me lo contó entre saltos y piruetas queriendo disimularlo, sufrí oyendo morir miles, ¡Que digo!, millones de armenios que andaban por su sangre heredada, y miles y miles de libaneses masacrados que acumuló su sangre.
Grandioso concierto, el de este genio, grandioso también él o los que medio olvidados albergaba en mi memoria. De Italia vino José Matzeo, un florentino compañero de taller, que a pocas cuadras de aquí, en medio de la mañana entre puntada y puntada, dejaba escapar un “Oh sole míooo” estridente.
¡Que magia! Me retrotrajo a los dieciocho, cuando iniciaba el camino, aquel florentino se acercaba y por lo bajo me invitaba al auditorio del Sodre a escuchar conciertos de su música, que aún no era la mía.
Éramos, por esos tiempos, el comienzo y el final de la vida. Yo con deseos de conocer el mundo, él, despidiéndose.
Había tres y a veces cuatro compañeros más dentro del taller, hombres de mediana edad que se burlaban de aquel insignificante gringo viejo y rutinario llegando al trabajo, una mesita contra la vidriera servía para enfriar un café mientras leía noticias.
La misma rutina a diario, salir de la pensión fumando un tabaco, luego café, diario, trabajo y retorno, por años. Si nos dormía la rutina de aguja y dedal, la estridente voz de José Matzeo, nos despertaba.
—Antonio —solía decir, tengo entradas para el sábado. Si me quiere acompañar tengo una de más.
Y yo sabía que eran entradas del sitio de iniciadores de aplausos. Me lo habían dicho los otros en voz baja. No importaba, era un buen amigo a pesar de que cincuenta años nos separaban. Le regalaban las entradas por aplaudir, aunque lo dejo por sentado porque lo creo, si el gringo hubiera tenido un peso sobrando en la mano, lo habría dejado sobre el asiento al retirarse.
—Gracias. Me invitaste a un maravilloso concierto, el de Ara Malikian, que se despidió con su “Nana arrugada”, y el otro, el que tenía guardado en el cajoncito de la memoria, y no podía encontrar.
Escritores Floridenses: Antonio Lissio – «Conciertos y pico…»
