A veces pienso que si las paredes hablaran, cuánto tendrían para contar las paredes de aquella casa, esa donde transcurrió tu infancia.
Que enorme parecía entonces, era toda una aventura recorrerla y subir al altillo a escondidas de tu madre.
Aquella casa en la que estabas una mañana jugando con tu muñeca Pelusa y de pronto oíste llantos, carreras, gente rara en tu casa que iba y venía… Te escondiste con miedo y curiosidad, hasta que una de tus tías te encontró…
-Vamos -te dijo-. Ven conmigo.
Te llevó a su casa donde se encontraba tu abuela que te recibe en sus brazos llorando. No entiendes nada y te aferras a tu muñeca, te colman de mimos, pero tú sabías que algo feo pasaba porque no veías a tu madre.
Luego, en la tardecita tu tía te lleva de regreso, ahí ves a tus hermanos mayores y a tu madre que te abraza tan fuerte que duele. Aún no sabes qué pasa y sientes miedo.
Pasan los días y no ves a tu papá, algo cambió en la casa, está triste, muy silenciosa, tu madre pasa largos ratos en su cuarto y ya no sonríe.
Tú te vas a tu escondite en el jardín y abrazas a tu muñeca tan fuerte como tu madre lo hizo contigo, ves a tu hermana mayor que viene hacia ti se sienta a tu lado, y te animas a preguntar si vuestra madre está enojada, ella te abraza y te explica lo que ha pasado.
Aquella mañana vuestro padre se ha ido en un viaje muy largo, te acarició diciendo que cuando fueras grande lo entenderías.
Tú corriste adonde estaba tu madre, ella te abrazó sonriendo apenas, pero para ti fue suficiente.
Aún faltaba mucho para ser grande.
Escritores Floridenses: «Aquella casa» – Fanny Folgar
