Tenía tres años. Era una niña muy hermosa: mejillas redondas y rosaditas, ojos azules y cabellos rubios. Siempre con una sonrisa mostrando sus dientitos blancos y parejitos. Era amistosa con toda la gente. Y así, solita, sin que nadie se lo aconsejara, ella se hizo amiga del “cerulero”
― ¿El cerulero? Pero ¿quién es? —le preguntó asombrada la tía.
―Un señor que viene en un camión y se baja corriendo a llevarse la basura que pone mamá en una bolsa.
―¡Viene el cerulero!―gritaba loca de alegría a eso de las nueve de la mañana, cuando oía el motor del viejo camión, inconfundible.
Ella se levantaba temprano y, hubiera desayunado o no, cuando intuía que se acercaba la hora, ya se instalaba hincada en el sillón que estaba situado a lo largo de la ventana del living que daba a la calle.
Se había granjeado el cariño de uno de ellos en especial. Él recogía las bolsas del canasto, las arrojaba al camión y, sin dejar de correr, se acercaba a la ventana y con los nudillos daba unos golpecitos suaves en el vidrio y aquello bastaba para que ella estallara en una carcajada de alegría.
Después de cumplido el diario ritual, se iba a jugar.
Un día hizo uno de sus dibujos diarios, pero ese fue diferente. Se esmeró al pintarlo, y garabateo lo que dijo que era su nombre, y le explicó a su madre que era para regalárselo al cerulero. Al otro día se lo mostró y su madre le abrió la ventana para dárselo. La alegría de él sorprendió a la señora. Le pareció observar que lloraba y por un instante dejó de correr para observar el dibujo.
Tres veces por semana ella tenía pronto un dibujo y él lo recogía, loco de contento, y se iba corriendo.
Un día él dejó de pasar. Pero ya la vida de la pequeña había cambiado: ya iba a la escuela y tenía amiguitos y pareció no extrañarlo.
Pasado cierto tiempo, una mañana el chofer descendió y se acercó titubeando a la madre de la pequeña:
―¿Se acuerda del amigo de su nenita?
―Sí, me acuerdo, ¿Qué le pasó?
―Se enfermó y murió —dijo ―. Él siempre vivió solo, no tenía quién lo cuidara, y tal vez por eso, su enfermedad se lo llevó más rápido. Nadie supo porque no se le conocían familiares y parecía que le costaba hacerse de amigos. Yo creo que él prefería estar solo, aunque ello le provocara tristeza. Siempre fue un hombre extraño, aunque no le hacía mal a nadie.
―Pobre hombre. ¡Qué triste! —dijo la señora.
―En los últimos tiempos, los vecinos le acercaban comida y algunas señoras le lavaban la ropa y le limpiaban la única pieza que constituía su vivienda. Pero lo que yo quería contarle, por eso me bajé, era además otra cosa.
―¿Qué cosa? —preguntó ella asombrada.
―Cuando murió fuimos los compañeros de trabajo para hacernos cargo de todo. ¡Y qué sorpresa cuando entramos! No tenía casi muebles, pero las paredes descascaradas estaban cubiertas de los dibujos de su nenita, pegados con cinta adhesiva y le daban un colorido muy lindo a su triste piecita. Eso debe haberle dado algo de compañía en sus últimos días. Estoy seguro de que hasta lo hacían sonreír.
La madre dudó un rato, pero luego decidió contárselo a la pequeña.
Por un momento pareció ponerse triste, pero pronto se le pasó. Aquella etapa de su vida ya había terminado, Ahora iba a la escuela, tenía muchas amiguitas, otros afectos y otros intereses.
Parecía haberlo olvidado. No dijo nada y volvió a sus juegos.
Escritores Floridenses: «La pequeña amiga» – Isabel Rodríguez Orlando
