Lo que alguna vez nos unió con Rosario era casi inexplicable. No sé si era porque ella fue la primera amiga de verdad que tuve o porque yo me sentía lo bastante poca cosa a su lado, pero quien nos veía desde afuera, lejos de nuestra burbuja de ensueño, creía que lo nuestro era producto de una fantasía o de un cuento de hadas. Al menos, por ese entonces, yo lo creía así.
Podría haber sido solo amistad. Podría haber sido, como quien dice, un amor infantil de verano. Aun así, lo cierto es que ambas nos necesitábamos y, durante un largo tiempo, no pude entender muy bien por qué.
Tal vez por mi parte tenía algo de sentido. Yo estaba demasiado necesitada de ese amor inocente que te regala la amistad de otro niño y, lo que era amigos, no tenía. En la escuela era la pobretona, la que llegaba siempre con el pantalón remendado una y otra vez, la de la túnica usada de la vecina, la de la moña opaca y con el nudito bien prolijo. Llevaba a cuestas esta cosa de ser pobre sobre los hombros, y a veces era una mochila que pesaba demasiado, no importaba que yo tuviese apenas siete u ocho años y que las consecuencias de la necesidad todavía no se me hubiesen impregnado en la cara. La soledad hacía cada vez más mella en mi autoestima, sobre todo cuando la líder del grupito de las divinas me señalaba con su dedito blanco y delgado cargado de anillos de bisutería de fantasía, o cuando el pelado de quinto se burlaba porque al sonar el timbre al mediodía yo era la primera en hacer la fila para usar el comedor.
Ellos de seguro no sabían de deudas y recibos vencidos, o de dormir con un balde al lado de la cama porque a veces el techo se llovía. Seguramente tampoco sabían lo que era ver a tus padres sacar cuentas en una libretita amarillenta, ni ver a papá arrancarse nervioso las canas que aun siendo joven ya tenía. No sabían lo que era dormirse con un chillido en la panza si el trabajo escaseaba y tener que esperar a llegar a la escuela para tomarse una leche calentita. Para ellos era más fácil reírse, aunque yo no fuera capaz de entender qué era lo gracioso de nuestra situación.
Con Rosario era diferente. Ella no me señalaba, no se burlaba o salía corriendo cuando aparecía con la remera de axilas amarillentas en su casa. Rosario era un aliento de vida y esperanza cuando todo lo demás parecía irse a la mierda, cuando mis lágrimas empañaban mis ojos o cuando el ruido a tripas se hacía cada vez más constante. Ro era brisa refrescante para mi infancia tan llena de carencias; ella, tan esbelta, de piernas firmes y sonrisa brillante. Tan llena de arte, con su pelo largo y oscuro y los cachetes siempre sonrosados. Hermosa como la muñeca Susy. Yo era todo lo contrario a ella, y tal vez por eso, por ser tan diferentes, fue que encajamos tan bien una con la otra.
Porque yo tenía al menos una mamá amorosa que en la tarde, después de la escuela, si podía nos esperaba con una leche calentita y nos cepillaba el pelo, o un papá que nos enseñaba a jugar a las cartas después de terminar de hacer los deberes. Porque Rosario tenía toda la paciencia del mundo para escuchar mis preocupaciones y sonreírme si mis notas en la escuela iban mal, y con ella podía ser todas esas cosas que en casa no se podía. Porque conmigo ella podía ser alocada y traviesa, y yo en su casa jugaba a ser la princesa de los cuentos y aprendía lo que era la protección de un techo de planchada que nunca se llovía.
Porque cuando yo estaba con ella, Ro era alegría y familia. Ro era las aventuras que jamás había tenido, era la hermana y amiga que siempre deseé y era mi cable a tierra cuando papá empezó a caer en depresión por la falta de trabajo. Y para ella, que lo tenía todo y a su vez nada, yo era la imagen del amor que en su casa ya no iba a disfrutar. Conmigo, Rosario podía recordar lo que era una caricia de mamá o un abrazo de papá.
Éramos nuestra otra mitad, lo que queríamos ser y no podíamos, o lo que ya no seríamos nunca más.
Escritores Floridenses: «Rosario» – Daiana Castañares
