El día amaneció triste y gris, lloviendo bastante.
Grisel recordó que ese día hacía siete años que había fallecido su padre. Pensó también si ese verbo “fallecer” era correcto para denominar la acción de morir. Tal vez “partir” fuera mejor. ¿Partir adónde? Aún lo recordaba, por lo tanto ¿qué era lo que se había ido? ¿Qué había partido y qué permanecía? Porque lo que permanece queda adentro de uno, y allí vive hasta que uno “parte” a devolverle al otro lo que le prestó para nutrirse.
Aún recordaba lo acontecido ese día, pero ya no le apenaba. Sentía como una especie de dulzura al rememorar, y ya no tenía la necesidad de llorar como antes.
Con todos sus muertos queridos le había pasado más o menos igual, había llegado un momento en el que se había percatado de que estaban adentro de ella, como adheridos a las membranas de sus propias células.
Pensó en su amiga fallecida hacía poco. Aunque había tenido una enfermedad neurológica que la había dejado fuera del mundo hacía tiempo, ella prefería recordarla sana y vital. La había conocido desde muy joven porque era amiga de su madre, aunque en ese momento no se había percatado de su valía. Fue con los años que se fue dando cuenta de que Estrella (así se llamaba) era un ser digno de admiración. Tenía los ojos celestes, tan claros y límpidos como el agua que corre entre cantos rodados. Y, si bien retenía perfectamente calcados en su memoria los demás rasgos de su rostro, nada podía compararse con su mirada. No le contentaba a sí misma su piel blanca, porque decía que era débil y se quejaba de que hasta el sol invernal la hacía enrojecer, como si se tratara de una adolescente ante un piropo. Sus cabellos blancos, que otrora fueron la envidia de las espigas doradas, se habían vuelto muy finos y níveos al envejecer.
Aunque ambas se llevaban como veinte años de diferencia, eso no impidió el florecimiento de una entrañable amistad.
Sí, Grisel siempre supo que Estrella era su mejor amiga, y pensándolo mejor, quizá la única amiga verdadera. Siempre se dijo a sí misma (solo a sí misma) que, si hubiera tenido que descender a los infiernos como Dante, Estrella habría sido su Virgilio. Tal era su lazo indestructible y leal.
Cuando su amiga empezó a tener los primeros síntomas de la enfermedad que afectó su memoria, al principio Grisel se negó a reconocer la lacerante verdad. El tiempo, el implacable que fue abriéndole los ojos, vino a llevarse la esperanza, pero también trajo mayor ternura y compenetración. Era Estrella quien la alentaba, en vez de ser al revés, y eso le hacía bien, porque junto con la aceptación también vino una especie de equilibrio, un “todo está bien así “, algo difícil de explicar, pero sutilmente atrapable como por ósmosis.
Llegó un momento en el que Estrella no pudo más vivir sola, y sus hijos, muy a su pesar, debieron internarla en un “hogar de abuelos”.
Grisel iba a verla seguido, pero cuando su amiga empezó a no reconocerla, comenzó a espaciar sus visitas porque salía del lugar deshecha de dolor. A pesar de todo… no podía resignarse.
La pandemia provocó que dejara de ir. Ahora se daba cuenta de que la última vez que la había visto en el hogar había sido un mes antes del comienzo de la alerta sanitaria. Ya su enfermedad estaba muy avanzada; sin embargo, esa vez había salido del lugar con mucha paz en su corazón. ¡La había besado y abrazado tanto! Le había dicho muchas cosas hermosas al oído, palabras que en otra situación nunca hubiera pronunciado, y sobre todo le había agradecido. ¡Cuánto le debemos a nuestros verdaderos amigos! ¡Cuánto nos regalan!
El virus de la pandemia la acompañó en el puente hacia otra dimensión, y Grisel despidió a su amiga desde lejos.
En esa ocasión escribió en su cuaderno confidente: “querida amiga, al principio creía que te iba a extrañar, pero no es así. Tengo la certeza de que de ahora en adelante cada vez que descienda a mis infiernos ya no estaré sola, porque tú me acompañarás. Ahora estás aquí, latiendo en mi corazón”.
Escritotres Floridenses: Anahí Vidal-La mejor amiga
