Bueno, amoroso anciano que fue en mi infancia una persona muy importante.
Aunque mediaban entre los dos tal vez sesenta años, en las vacaciones fuimos inseparables.
Reíamos juntos de sus cuentos, o de los míos que siempre eran inventos, pero él sabía disimular y asombrarse.
Éramos inseparables, mis antojos eran órdenes para él que por supuesto cumplía al pie de la letra, como cuando se me antojó una estampita que tenía en un portarretrato, en su mesita de luz y de quien no sabía el nombre, yo le puse el “Hombre del delantal blanco”, iniciamos una amistad apenas vernos, nunca estaba cansado para mí, ocupó en mí el lugar del abuelo que no conocí.
En el galpón de guardar el carro y el tractor me hizo una hamaca, bajo techo para que aun lloviendo me pudiera hamacar, y cuando íbamos todos a la estancia, a mis primas les decía: “La hamaca de la Juanita no se toca, si quieren, se hamacan en la otra”.
Ojalá no te hubieras ido nunca, ni siquiera supe bien tu nombre, para mí eras el abuelo Barreiro, el que jugaba conmigo en las tardecitas mientras tomaba su mate de yuyos en el patio.
Supiste ocultar mis travesuras para que el tío Chiquito no me retara, me enseñaste a cosechar papas, aunque hoy sé que lo hiciste porque estaba siempre metida en todo contigo, me enseñabas las estrellas por los nombres que tu sabías, y enjugaste mis lágrimas aquella vez que los perros mataron el gatito que me habías regalado.
Querido Barreiro, ocupas un lugar tan importante en mi corazón, que pienso que solo un abuelo lo puede tener.
Quizás cuando me vaya me estés esperando para enseñarme algo más, y yo te contaré cómo ha cambiado todo por acá, no creo que hoy se disfrute la infancia como en esos días, y… ¿Sabes una cosa?, el señor de la estampita a quien yo llamaba “el hombre del delantal blanco”, se llama San Cono, y tiene una iglesia para él solo.
Cuando nos veamos, te cuento más.
Fanny Folgar: Barreiro, el abuelo
