Gabriel González Merlano: Condenados al pluralismo

Vivimos en épocas de diversidad, pluralismo, inclusión, conceptos que despiertan mucha sensibilidad y susceptibilidad cuando son cuestionados, y que para desarrollarse necesitan de la tolerancia. Así se presenta una múltiple manifestación de ideas, creencias, convicciones, que coexisten. Esta multiplicidad en el fondo nos revela la imposibilidad de llegar a una unidad de criterios acerca de la verdad y el bien, dando lugar al relativismo y escepticismo que nos invade. La gran fragmentación en todos los órdenes impide una visión de totalidad, todo es relativo, cambiante y opinable.

La inexistencia de presupuestos filosóficos básicos que sean aceptados por todos se muestra claramente en nuestros debates contemporáneos, donde no se arriba a ninguna conclusión común. Cada uno se encierra en «su verdad» subjetiva, distinta de la de los otros, sin posibilidad de diálogo o comunicación a través de un intercambio serio y constructivo. Se parece mucho a un diálogo de sordos; las partes tienen mucha facilidad para exponer sus desacuerdos y embarcarse en discusiones interminables que están condenadas a no llegar a ningún lado.

Esta situación suele ser presentada bajo el complaciente título de «pluralismo», aunque este optimismo superficial no nos deja ver la verdadera dimensión del problema. Porque, no se trata de que hasta ahora no hayamos sido capaces de ponernos de acuerdo, sino de que nunca podremos hacerlo, dado que nuestras argumentaciones son inconmensurables. Toda manifestación de discrepancia se presenta como la acusación de la supuesta violación de un derecho y es inmediatamente respondida con la afirmación de un derecho alternativo. De ahí, que las marchas, las denuncias y las protestas hayan terminado por convertirse en el signo distintivo de nuestra época. La autoafirmación, que puede llegar al grito, la agresión y la descalificación, está al orden del día como modo irreflexivo de ahogar toda voz disonante.

El llamado pluralismo de ideas –muy débiles por cierto– y la mera tolerancia –no una real aceptación de las diferencias–, se han convertido en valores incuestionables, aunque de algún modo deberían ser contemplados como la expresión de un fracaso frente al intento de comunicación y entendimiento.

Es evidente que por este camino no existe ningún proceso comunicativo de confrontación e interpelación verdadero. Sin ello no hay posibilidad de trazar rumbos que dirijan la construcción del bien común, sino satisfacción de intereses individuales. Porque de eso se trata, de poder justificar ante los demás las preferencias individuales; el debate público contemporáneo, en todos sus niveles, es apenas la caricatura de una discusión racional. Muchos podrán interpretar en estas palabras una oposición cerrada a la sociedad pluralista, quizás por una escondida intención de defender un modelo de sociedad homogénea, inflexible ante la disidencia a una verdad que se presenta como monolítica e impositiva. Nada más alejado; lo que se pretende es ser crítico ante la realidad del pluralismo entendido como la tolerancia de ideas que coexisten pero no conviven, se soportan pero en definitiva no se aceptan.

Debemos considerar la limitación de este concepto de pluralismo, si tenemos en cuenta que sencillamente estamos condenados a actuar de esa forma, por haber perdido la capacidad y los medios para ponernos de acuerdo en un mínimo de elementos necesarios para la vida en común. El pluralismo es hermano del individualismo e hijo de la fragmentación social. Por tanto, menos pluralismo y más pluralidad, ese es el camino de la auténtica diversidad e inclusión de todas las voces en la razón pública.

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