En un jardín muy florida se encontraba un sapito muy flaquito y con cara triste.
Cuando los dueños de casa regaban con fuertes chorros de manguera, él se aferraba con todas sus fuerzas debajo de alguna hoja.
Pasó mucho tiempo huyendo de los dueños de casa, pero lr gustaba ese jardín, aunque no tenía a nadie que se le apareciera.
Hablaba con los pajaritos, en especial con los picaflores cuando, cansados de libar néctar, se posaban en una rama.
El sapito les preguntaba cómo eran otros jardines y cómo es vivir sin miedo.
El picaflor atento escuchó y le dolió lo del sapito.
―¿A qué le tienes miedo? ¿A los dueños de casa? ¿Nunca saliste de este jardín?
―No. Mis padres cruzaron el muro y no han regresado.
Así siguieron los días del sapito.
Un día vio asombrado cómo su jardín desaparecía.
―¿Qué están haciendo? ―gritaba
Pero, claro, nadie lo escuchó.
Cortaron todo el jardín para hacer una piscina. Sus ramas y plantas las tiraron a orillas del río.
―¡Ah! ¡Qué suerte! Estoy a salvo. Ahora quizás encuentre a mis padres. Ahora estoy solo.
Pero el sauce le habló:
―No. Me tienes a mí.
―¿Y qué puedes hacer por mí?
―Ya veremos.
Llegó la noche y el sapito subió en la hoja de un camalote.
La luna comenzó a salir lentamente y justo alumbraba al sapito. Ahora cualquier animal podía comerlo. Y así fue porque muy despacio se acercaba un roedor.
El sauce lo vio y agachó sus ramos hasta el agua para que el sapito subiera por ellas.
Al día siguiente llovió mucho y el sauce no dejó que el sapito cayera al agua que corría hacia las cascadas.
Mucha agua. El sauce atento vio cómo enredadas en una bolsa venían dos animalitos.
Con todas sus fuerzas se sacudió para llegar a ellos. Ahí se cayó el sapito y los animales de la bolsa, a pesar de estar enredados, lograron agarrarlo de una pata.
El sauce subió lentamente sus ramas y los tres quedaron exhaustos agarrados de su tronco.