Gladys Gil: Recuerdos de Amadeo

Fue en el tiempo de mi vida hermosa, ingenua, feliz, hace mucho tiempo.
No sé cuándo llegaron mis padres allí, pero yo nací en ese lugar y poco a poco fui apropiándome y sintiendo como mío todo lo que allí se encontraba.

Amadeo y Lucía eran dueños de esa propiedad y nos dieron una casa a unos pasos de la suya.
Su casa era antigua y enorme, con muchas habitaciones. El estar tenía un enorme aljibe; también enorme era la cocina donde Lucía amasaba y cocinaba un sabroso pan casero que nos adelantaba el deleite con su aroma.

El hall estaba todo rodeado de vidrios. Lucía se sentaba allí con las visitas —que eran muchas— a tomar té y mirar su jardín repleto de rosales, junto a una plantación de pinos donde anidaban los pájaros cuyos cantos enredados hacían un armonioso coro por las tardes.

Pero eso no es lo más bonito. Mi papá estaba poco en casa por sus viajes por trabajo que eran largos. Ellos no tenían hijos y nosotros éramos muchos. Amadeo ocupó en mi vida el lugar de un amoroso abuelo.
Fue importante, tan importante que era grato tener paseos y charlas con él.
Amadeo se ocupaba de enseñarme cosas de la vida que hoy aún recuerdo. Nunca se enojaba; para todas mis preguntas tenía siempre respuestas

Tenía piel blanca y cabello ondulado. Usaba lentes de aumento. Era un hombre que no sonreía, pero su voz era como un bálsamo; cuando estaba afligida por algo, su conversación serena me consolaba.
Por las mañanas caminábamos hacia unos montecitos de eucaliptos para juntar la leña fina y seca que Lucía pedía para encender la cocina a leña.

Su andar manso y sereno me daba seguridad y tomándome de la mano comenzaba:
—Negrita, usted tiene que estudiar mucho así puede progresar en la vida. No olvide nunca que el estudiar no ocupa lugar. Si necesita algo, pida que con Lucía la ayudaremos.
Y él mismo me mandó a comprar los libros que necesitaba para cursar la educación primaria.
Cuando apenas tenía siete años me llevó a un banco de los que estaban debajo del parral y me dijo:
—Negrita, ya sabés leer, hay que aprender la hora.
Y así, en unas cuantas tardes aprendí a leer la hora en su reloj brillante de oro (que no usaba para ostentar su riqueza, sino que solo le gustaba por sus números grandes).

Y así fue, año a año.
—Amadeo —gritaba Lucía—, comenzó tu programa en la radio.
Era una audición política que nunca se perdía y escuchaba con fervoroso entusiasmo mientras me dejaba en el banco siempre en alguna tarea, leer o hacer cuentas.

Asistí —dándome apenas cuenta— a la decadencia de la salud de Amadeo. Ya no tenía fuerzas para traer la leñita, así que yo iba sola con la mirada atenta de Amadeo
En las tardes de verano y otoño, nos sentábamos debajo del parral y sus charlas eran siempre de su juventud cuando tuvo que ir a la guerra con tan solo dieciséis años
Comenzó a estar triste. Ya necesitaba él de mí. Afirmaba una mano en mi hombro, entraba al estar y se sentaba y le cubría con una manta sus piernas, cada vez más débiles.

Fue cuando sacó de su bolsillo una medalla con que lo reconocían por haber luchado en la guerra y me dio un beso en la frente despidiéndose y diciendo:
—Para que tengas un recuerdo de este viejo que está orgulloso de tenerte como amiga y compañera.
Fue en el tiempo de mi vida hermosa, ingenua, feliz, hace mucho tiempo.

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