Isabel Rodríguez Orlando: Cupido travieso

Ernesto y Laura formaban parte de un grupo de amigos entre quienes también había un numeroso número de primos.
Por aquella época —primer cuarto del siglo XX—las familias eran grandes. Por esa época también se acostumbraba realizar “asaltos” en casas de familia. Las casas de clase media eran, por lo general de grandes dimensiones y de muchas habitaciones.
Los “asaltos” —para quien nunca oyó habar de estos— eran bailes de disfraces que se hacían sobre todo en Carnaval y en domicilios particulares aprovechando sus amplios espacios.
Era una época de mucho tiempo libre ya que no había televisión, recién surgía el cine, en muchas casas carecían de radio y los entretenimientos se llevaban a cabo, en su mayoría, en hogares.
Un día de aquellos, vino Ernesto y le dijo a Laura, a quien conocía desde su niñez:
—Estoy organizando un asalto en mi casa. Ya mis padres me dieron el permiso y quiero que sea grandioso, que sea espectacular, como no hemos visto ninguno antes. Estoy haciendo la lista de invitados. Será con todo.
—¿Y por qué tanto? —preguntó Laura, mostrándose no muy interesada porque intuía que algo se traía entre manos.
—¡Ah! —empezó el tartamudeando, nervioso y con las mejillas tiñéndosele de rojo—. Porque va a suceder algo.
—¿Algo? ¡Qué misterioso! ¿No puedo saberlo?
—Yo quería que fuera una sorpresa, pero si querés, te lo digo.
Hay que tener en cuenta que los dos jóvenes recién habían salido de la adolescencia y que, por aquella época, si bien las familias solían hacerlos casar pronto, no tenían la experiencia de la vida que tienen los de hoy.
Ernesto continuó hablando lentamente, después de una breve interrupción donde estuvo pensando cómo decir lo que quería.
—Yo… este… yo… Te lo voy a decir.
Ella, algo más avispada, empezó a inquietarse y le dijo:
—Bueno, dale, decímelo de una vez.
—Sí, Laura. Te lo voy a decir: yo estoy enamorado de vos y en el baile quiero pedirte, delante de todos, que seas mi novia y que, en fecha no muy lejana, nos casemos.
La carcajada de ella se oyó en toda la casa —y aclaro que he omitido decir que se encontraban en la casa de ella donde se encontraban su madre y hermanos—. Todos la oyeron reírse, pero imaginaron que se reía de algún chiste que él habría contado.
Acabado el ataque de risa, le dijo:
—Nunca sería tu novia—. Y le contestó muy segura, aunque bajando la voz para que nadie la oyera porque estaba segura de que su familia lo habría aceptado enseguida a él y no al que ella ya había elegido como el hombre de su vida, a escondidas de sus padres.
—¿Por qué no? —preguntó Ernesto casi llorando.
—Porque no me gustás. Te quiero como amigo. Yo quiero a otro, aunque en mi casa no lo saben, y él me quiere también.
Insistió él una y otra vez y siempre ella se negó.
—Pero igual te espero en el baile —dijo él con acento triste—. Te prometo no decírselo a nadie.
—Lo pensaré —dijo ella.
Llegó el día y ella se pudo muy bonita y fue, porque debía acompañar a sus hermanas.
Grande fue su sorpresa cuando, en un momento de la fiesta, él ordenó acallar la música para decir con voz muy alta que en nada se parecía a la voz triste y apagada con que una semana atrás había despedido apesadumbrado a Laura:
—Pongan atención porque voy a hacer un anuncio que cambiará mi vida para siempre.
Laura se puso roja y empezó a enfurecerse. Entonces oyó:
—Quiero anunciarles a todos, primos y amigos, que amo a Clarita y ella a mí. A partir de hoy somos novios y no demoraremos mucho en casarnos.
Laura se puso pálida, pero se esforzó en disimular lo que sentía.
¿Y qué sentía? Ni ella lo sabía. Ella no lo quería y se había reído de su confesión de amor. Sin embargo, tomó lo que oyó como una burla y se ofendió mucho.
Pasados los años, se casó ella con el que siempre quiso, tuvo hijos y fue feliz.
Pero no dejó de pensar si aquella prima suya habría sido feliz con aquel que, una semana antes de comenzar el noviazgo, había confesado su amor a otra.

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