Isabel Rodríguez Orlando: Supersticiones

Daba el reloj las doce …
y eran doce golpes de asada en tierra…

ANTONIO MACHADO
Por aquella época no había televisión y los entretenimientos en las nochecitas eran muy diferentes a los de hoy en día, aunque algunos, en menor medida, aún perduran. En invierno jugábamos a las cartas y temprano nos íbamos a dormir en compañía de algún libro —poesía, novela o cuento— hasta que nos venciera el sueño.

En verano nos sentábamos en la vereda o en el fondo de la casa. Sobre todo la cena la hacíamos bajo el parral, charlando con mis hermanos y mi madre. Mi padre venía a casa, desde la campaña, una o dos veces por semana.

Mi madre, a veces, nos contaba cosas de antes, cuentos y leyendas que se venían transmitiendo de generación en generación, algunas de las cuales habían tenido su origen en el viejo continente, traídas por los abuelos italianos.
Ella jamás creyó en esas leyendas y supersticiones y nos había inculcado el descreimiento en ese tipo de creencias, sobre todo en lo que tuviera que ver con sucesos sobrenaturales. Solo las repetía para nuestro entretenimiento y algunas nos divertían con su contenido jocoso.
La experiencia nos ha enseñado que, aunque no creamos en ese tipo de narraciones, al oírlas se va creando un clima especial, como de encantamiento que termina influyéndonos en el sentido de tomarlas, por un momento, y según las circunstancias, como verdaderas.
Y esto sucedió, por desdicha, en mi familia.

Una de esas noches veraniegas estábamos afuera, en el patio a punto de ir a acostarnos y oímos el chistido de una lechuza. Quedamos paralizados. En cualquier otro momento esto no hubiera sucedido, pero acabábamos de tener una sesión de cuentos, de esos en los que decíamos no creer, y estábamos inmersos, sin quererlo, en medio de una atmósfera fantástica.
Mamá habló primero:
—¡Ay! ¡Qué horrible!- dijo-. ¡La lechuza! ¡Ojalá no la hayan oído los viejitos de al lado!
Vivía pegado a nuestra casa, un matrimonio de viejitos que sufrían los males propios de una edad muy avanzada. En cambio, en mi casa todos éramos jóvenes y gozábamos de buena salud.
Mis hermanos y yo nos reímos.

—Mamá —dijo el mayor—, eso de la lechuza es una superstición. Siempre la oímos y nunca ha pasado nada.
Pero mamá insistió con que algo iba a pasar y lo repitió una y otra vez totalmente perturbada, cosa no común en ella.
Al día siguiente nos levantamos con otro ánimo. Ya casi habíamos olvidado a la lechuza. Vino nuestro padre y, por supuesto, nadie le contó algo tan sin importancia.

Él no creía nada que tuviera que ver con supersticiones.
Al segundo día, a la tarde, se despidió con toda naturalidad y, apenas hubo oscurecido, poco antes de sacar nuestras sillas a la vereda, algunos familiares y amigos entraron a darnos la noticia: En un accidente, nuestro padre se nos había ido, en un segundo.

Primero dimos rienda suelta a nuestro dolor y, al cabo de cierto tiempo, mamá recordó:
—¡La lechuza! —casi lo gritó, en medio de su desesperación, y se hizo un profundo silencio.
—Sí, mamá —dije yo—, la lechuza avisó, pero no supimos interpretarla y nos equivocamos.
A la mañana, bien temprano, entraron los viejitos de al lado a darnos el pésame.

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