Hoy asistía nuevamente a un funeral. Sacaba su ropa negra del ropero, y salía por la puerta repiqueteando sus largos tacos por las calles de asfalto.
A su paso las cortinas de las casas se abrían y cerraban con varios pares de ojos detrás atentos a su rostro.
¿A quién le habrá tocado hoy? Se preguntaban unos a otros.
Cierto. Era que nunca se la veía por las calles si no era rumbo a la funeraria.
La Srta. Viera llegó al lugar y sin mediar palabra con los dolidos familiares se colocó junto al difunto poniendo su mano sobre el cajón.
Con la cara impasible permaneció allí hasta el final.
Rebuscó por su memoria la última vez que había sentido o siquiera llorado por alguien, sin éxito.
El frío de la madera congelaba sus dedos. Apretó con furia la mano arañando el cajón mientras una angustia reprimida se apoderaba de ella. Allí estaba, vestida como todos los demás en la habitación, pero nunca nadie había derramado lágrimas por su partida.
Con la perilla por encima de sus hombros observaba la señora Viera cómo partían los últimos resabios de humanidad que le restaban.