En estos días se nos ha impuesto hablar de Maradona. El acontecimiento de su muerte ha sido trascendente; a estar por ciertos indicadores, que miden las menciones e interacciones que se registran en las redes sociales, el fenómeno Maradona no tiene parangón. Ese es un dato de la realidad, su muerte ha ocasionado una repercusión que no ha tenido ningún otro acontecimiento. Dejando de lado esa estadística incontrastable, es bueno realizar algunas reflexiones sobre lo sucedido. Creemos que se justifica, pues todo ha sido provocado por la muerte de un futbolista, espacio en el cual, según los entendidos, Maradona fue muy bueno y para algunos el mejor. No entro en ese tipo de consideraciones, porque no tengo la experticia necesaria como para terciar con autoridad, incluso, no soy de los «adoradores» de ese deporte. Además, la valoración de un deportista no solo se realiza por su desempeño dentro del terreno de juego, sino también por su conducta deportiva fuera de la cancha, lo que excluye, por ejemplo, el uso de estupefacientes. De igual modo, tampoco me siento legitimado para hablar de la vida personal de Maradona, porque no rescato mucho de lo poco que conozco de su existencia. No sé si se hizo mal a sí mismo, como algunos comentan y, si es así, si lo hizo en forma libre o motivado por su «entorno». Concepto, este último, abstracto si los hay, que impide una evaluación, que para ser justa, debería comenzar por ser concreta. Por tanto, no lo puedo evaluar debidamente como jugador de fútbol, por falta de conocimientos, y no lo debo valorar como persona, porque tampoco importa demasiado hablar sobre el modo cómo manejó su vida. Pero sí quiero referirme a la forma cómo su vida afectó la vida de los demás. Los acontecimientos de su muerte, rodeada de todo tipo de desbordes, son una clara muestra de eso. Desbordes del gobierno al autorizar instalar la capilla ardiente en la Casa Rosada, sabiendo que era imposible evitar una multitud que no iba a respetar las medidas sanitarias vigentes. Esto, en un país que se encuentra entre los más afectados por la pandemia de Covid-19. Decisión gubernamental que, por otra parte, falta el respeto a muchísimas familias que no pudieron acompañar a sus seres queridos difuntos para darles el último adiós, a raíz de un confinamiento tan estricto como prolongado e ineficaz. Desbordes, también, de una sociedad acostumbrada al «pan y circo», pero que ahora, como lo ha dicho algún analista argentino, se ha quedado sin pan y con mucho circo. Sociedad, en muy buen número y medida, funcional a los intereses demagógicos de una clase política que por momentos demuestra ser llamativamente inepta. Desbordes, finalmente, propios de una cultura donde la ausencia de Dios es sustituida por ídolos, como único modo de saciar el natural deseo de trascendencia de la condición humana. Una cultura ayuna de valores sólidos y de referentes éticos serios, con la autoridad moral propia de los grandes conductores, que sin imponer proponen ideas y estilos de vida edificantes, los que necesita todo grupo humano para su permanencia y conservación. Los desbordes que acompañaron el acontecimiento de la muerte de Maradona hablan de violencia. Algunos dicen que Maradona murió como vivió, yo no lo sé, pero tras su muerte pudimos observar cómo una sociedad entera mostró hasta qué grado fue afectada por la vida de su ídolo. Esto es de suma importancia, porque la calidad moral de una sociedad se refleja en la calidad de los ídolos que adora.