El niño mira la puerta desde el final del pasillo y se pregunta qué hay detrás. Se imagina todo tipo de cosas; montones y montones de oro, joyas y diamantes, copas y bandejas doradas, como los tesoros de los piratas que muestran en la televisión. O tal vez hay un monstruo enorme, aunque jamás ha escuchado ningún ruido allí adentro. Puede ser que el monstruo esté dormido bajo algún hechizo. O tal vez haya chocolates, caramelos y galletitas de diferentes sabores y colores.
Cada día imagina algo diferente, su padre no quiere decirle qué hay. Evade sus preguntas prometiéndole que algún día le dirá, pero que ahora no puede, que es imposible.
El niño supone que su padre tampoco sabe qué hay. A los adultos no les gusta no saber, así que raramente lo admiten.
La puerta ha estado cerrada desde que el pequeño tiene memoria. El agujero de la cerradura está tapado y no hay ni un centímetro de espacio entre la madera marrón y el suelo. No hay ni un resquicio con el que saciar la curiosidad de sus pequeños ojos.
El niño ha encontrado a su padre enfrente de la puerta en muchas ocasiones. Lo ha seguido a escondidas con la esperanza de atraparlo abriéndola, pero eso jamás pasa. Su padre solamente se queda allí parado por un largo rato sin hacer nada. A veces parece estar llorando ‘¿Llorará su padre porque no puede abrir la puerta? Ah, imposible, los adultos no lloran. Él ha llorado muchas veces por no obtener respuestas, ha hecho berrinches y pataleado y gritado palabrotas. Le ha dicho a su padre que es malo y que ya no lo quiere. Luego le pide perdón y se olvida de la puerta por un rato, pero solo por un rato porque esta nunca deja de despertar su curiosidad.
Hoy ha soñado con que finalmente la abre. En su sueño, él simplemente camina hasta el final del pasillo, agarra el pestillo y con un suave giro de su muñeca la abre. Pero la habitación que hay al otro lado está vacía. Adentro no hay absolutamente nada, y la decepción lo lleva al enojo y lo hace despertar entre gritos. Su padre aparece de inmediato y lo ayuda a levantarse y prepararse para ir a la escuela. Los ojos de su padre están muy rojos, como si hubiese estado llorando, pero todo el mundo sabe que la gente grande no llora.
Son solo ellos dos en casa. Algunos compañeros de la escuela tienen una mamá y un papá, otros tienen solo una mamá, otros tienen hermanos, o abuelos, o dos mamás. La maestra les dijo que todas las familias son diferentes, y su padre nunca le habla del tema. Un compañero le dijo que todos los niños necesitan una mamá para existir, así que su compañero se equivoca.
Su papá lo lleva a la escuela en el auto. Siempre hablan y se cuentan chistes, pero hoy su padre parece estar distraído. Sus ojos siguen muy rojos. “¿Estás triste porque no podés abrir la puerta, pa?” le pregunta. Para su sorpresa, su padre comienza a llorar y a reírse al mismo tiempo. “Sí, hijo. Estoy triste por eso”.
El niño baja del auto y entra a la escuela pensando en cómo podría ayudar a su padre a abrir esa puerta que lo tiene tan triste. Así pasa el día ideando todo tipo de planes: una bomba, un enorme tronco de árbol, o una de esas máquinas grandes que mueven una bola muy pesada.
Mientras tanto, su padre vuelve a la casa pensando en lo tristemente graciosa que fue la pregunta de su hijo.
Después de seis años aún no puede abrir esa puerta, no puede porque detrás de ella solo hay dolor. Detrás de esa puerta está la ropa de ella, sus perfumes, su lado de la cama. Está el libro que dejó sin terminar. Está la marca que dejó su cabeza en la almohada justo antes de despertarse con la primera contracción. Allí dentro está todo lo que queda de ella y sabe que algún día tendrá que despedirse.
Pero ese día no es hoy. Su hijo tiene razón. No puede abrir la puerta y eso lo pone muy triste.
Melanie Siré: La puerta
