«Suerte perra», dijeron algunos sobre Miguel; «él se la buscó», dijeron otros, (los que gozan desgracias ajenas y, frente a los hechos, creen ganar en estatura. ¿Me entienden? Esa estatura que de poco sirve). Yo no creo en el destino; nuestra vida, la mitad es culpa nuestra; de los padres el resto. Muy claro recuerdo las voces del abuelo: «Con este no te juntes, es ratero». Voces que bien pudieron ser de mi padre que no supo esperar para decirlas. Con algunas excepciones supe escucharlas (Por ejemplo: «dejé fuera el tangerino de Gaspar por ser demasiado sabrosas»). Y Miguel, que todo tuvo en los suyos, no tuvo lo más barato, lo que apenas exige el gesto en saliva: las palabras. Diría que nomás de niño fue estafado el pobre Miguel; de juguetes, ropa y zapatos estuvo colmado. A cambio le robaron dos palabras que debieron ser supremas, por unas porquerías de lata, le birlaron el padre y el abuelo. Y digamos, para el medio donde Miguel niño ostentaba sus riquezas, comenzó a rodearse de amigos que querían dar pedal a su jeep y patear, hasta más no poder la lustrosa número cinco de auténtico cuero. Más tarde, ya grandes, estos mismos llenaron los asientos en su coche, esos mismos le encendieron el primer cigarro y le arrimaron un vaso helado repleto de espuma y alcohol. Supongo que con placer lo invitaron a aspirar una sustancia blanca que los levara a paraísos inimaginables. Convenía, por supuesto, si lo que Miguel lograra tener, siempre habrían de compartirlo, para eso eran sus amigos. Y siguió la bacanal, que siempre procede de a poco, la línea de la estadística fue descendiendo hasta bajar a números negativos, nada tenía de atractivo gastar los championes, trillando junto a Miguel las calles de aquel poblado. Oí decirles lo mal que olía el pobre Miguel; parecía que había dejado de bañarse. Entonces, en vez de un consejo, Miguelito quedó solo, solo y sin rumbo, esperando fuera del boliche que alguno de ellos fuera a descartar un pucho y consumir sus últimos humos. Hoy camina solo de norte a sur, devora las calles gesticulando, haciendo ademanes, hablando solo; sale luego trotando y agitando como hélices los brazos y así cuadras y cuadras, agotando la pista sin poder levantar vuelo; rompe a veces, sus hélices contra algún arbusto y, no hay caso, no despega. Hay veces que, al verlo así, me pregunto ¿puede ser posible que arribe a estos lares algún albatros escapado del poema de Baudelaire? No faltará quien diga que sería imposible; no son todos los que pueden estar despiertos como Miguel, aunque allá lejos, al final de la pista yazcan por siempre, con las hélices de los sueños, muertas.
Miguel Antonio Lissio: Cualquiera pudo haber sido, mas no, le tocó a Miguel.
