Parecía una tarde más para Celina, de esas tardes todas iguales de la residencia en la que estaba desde hacía casi un año ya. Pero llegó su prima Sonia a visitarla con una noticia.
Celina siempre decía que todo llega en la vida, no es más que esperar y, a pesar de tener cinco hijos y nueve nietos, creía que era mejor no “molestar a nadie” y había decidido dejar su casa e irse a vivir a una “residencia de ancianos”.
Ahora le costaba movilizarse y había tenido que recurrir a un bastón como ayuda. Su cuerpo no era el de antes, había disminuido su estatura y poco quedaba de la Celina de la juventud.
Celina estaba marcada por el paso del tiempo, pero más por el dolor. Más que dolor, muchos dolores. Había tenido una época de esplendor, se había casado con un distinguido profesional, había ejercido una maternidad plena con sus cinco hijos, siendo una persona reconocida por la sociedad del pueblo en que se había ido a vivir una vez casada, aunque para ello había abandonado el ejercicio de su profesión.
Creo que Celina no sabía lo que tenía hasta el día en que lo perdió. Porque perdió al marido y perdió la paz. Lo comenzó a perder cuando Marcos, su esposo, comenzó a hablar de aquella, la profesional joven que comenzó a trabajar en su despacho. Era una joven promesa, una mujer joven y muy inteligente, según decía él.
Lo siguió perdiendo el día que lo vio perfumarse para ir al trabajo. Y cuando lo escuchó entusiasmado discutir un caso por teléfono con ella, y más todavía el día que se arregló para ir a una fiesta entre colegas.
Y Celina fue perdiendo la paz. Y perdiendo a Marcos. Su Marcos ya no le pertenecía. Se sentía tonta, insignificante, buena para nada, sin tener de qué hablar con su marido. No dormía por las noches, lloraba amargamente anticipándose a lo que vendría. Llegó el día y, eufórico por el enamoramiento, Marcos no tuvo piedad al decirle: “estoy enamorado y me voy”.
Y le siguieron muchos años de dolor, de sentir que no era valiosa, de no poder resignarse a haber sido abandonada. Cuántas noches de insomnio y días de desánimo, de pocas ganas de vivir.
Apenas los hijos aliviaban puntualmente su dolor. Dolor que ni siquiera terminó muchos años después cuando supo que Marcos había fallecido.
Le llamó la atención la visita de Sonia ya que había venido la semana anterior. Sonia parecía contenta como alguien que trae una buena noticia y después de ofrecerle una bandeja de masitas se lo dijo sin más: “me dijeron que aquella tiene Alzheimer”.
Sonia se fue y todavía quedan masitas en la bandeja. Celina tiene la mirada perdida en sus recuerdos.
Debería de sentir alegría, pero no la siente.
Nora García: Celina y la otra
