Había una joven mujer que era yo, que vivía con Juan y sus hijos Luciano y Ana en la gran ciudad que la había acogido desde que empezó la Facultad.
Ella no había nacido para vivir con preocupaciones económicas porque, si bien las tuvo, había luchado para tener lo suficiente como para vivir tranquila.
Desde principios de aquel año, la realidad económica de su familia había empezado a cambiar negativamente y, si bien comenzaron a hacer recortes y Juan dejó de ir al gimnasio y recorrían los almacenes buscando mejores precios que permitieran pequeños ahorros domésticos y otras medidas, la realidad era que el dinero empezaba a no alcanzar.
A esta mujer las dificultades económicas le traían sentimientos de ruina que la desesperaban, pero nunca fue de quedarse quieta ni de darse por vencida, así que comenzó a imaginar soluciones al problema.
Mucho conversaron con Juan hasta que vieron como solución, mudarse.
A menos de cien kilómetros de allí vivía Rosa María. Era una mujer mayor, robusta, burda, desaliñada, que aguardaba en la sala de espera de su escribano. Había tenido un importante establecimiento ganadero, un único hijo y al quedar viuda, se había mudado a la ciudad y en pocos años había visto desaparecer su capital. Tuvo que endeudarse para sobrevivir a costa de poner de garantía la casa en que vivía.
Rosa María salió del escribano con la noticia que ya no tenía posibilidades de obtener más préstamos y que el Banco quería cobrarse la deuda. Debía encontrar una solución.
La mujer que era yo, comenzó a planear cambiar su apartamento en la capital para mudarse a una casa en la pequeña ciudad que la había visto nacer.
En aquella ciudad todos se conocían y entonces la esposa de su hermano le dijo que se vendía la casa que estaba pegada a la de los González.
Era un buen dato porque era una linda casa y quedaba en el barrio en que la mujer que era yo, había nacido y se había criado.
En aquel fin de semana la mujer que era yo y Juan llegaron a la casa y golpearon a la puerta.
Los recibió una pequeña anciana, después de un largo rato de golpear. Ante la sola pregunta de si se vendía esa casa, la anciana furiosa los expulsó diciendo que no estaba en venta.
Se miraron sorprendidos y desconsolados, no entendían nada.
La frustración fue grande, y el fin de semana pasó sin nada más que contar.
Cuando llegó Rosa María a su casa, la esperaba su hermana melliza María Rosa que muy enojada le contó que alguien había venido preguntando por la venta de la casa.
Parecía imposible que aquellas dos mujeres fueran mellizas. Rosa María, robusta y dominante, se imponía a María Rosa, una anciana menuda que parecía tener diez años más que su hermana.
Días después la madre de la mujer la llamó por teléfono para decirle que en el comercio de su tío se presentó Rosa María queriendo saber cómo comunicarse con su sobrina, que era la mujer que era yo.
Aquel día en que María Rosa le había dado la mala noticia que alguien golpeó preguntando por la venta de la casa, Rosa María había encontrado la solución a su problema.
No mucho tiempo después en la sala de espera del escribano estaban todos.
La mujer que era yo, Juan y Rosa María.
Las mujeres se miraron satisfechas, porque ambas habían encontrado la solución a sus problemas.
Nora García: Soluciones compartidas
