Parece mentira que una cosa tan pequeña tenga tanta importancia en ciertos días de mi vida. Cuando me lo entregaron por primera vez, me quedé mirando a quien me lo dio pensando: ¿tantos gastos e idas y venidas por esto?
Algo leyó en mi mirada. —Cuídelo —me dijo.
Mejor lugar para cuidarlo que en el fondo de un cajón no encontré.
Después de un tiempo, cuando fui a usarlo:
—No sirve —me dijeron.
—¿Qué?—dije.
—Fíjese la fecha de vencimiento, hace más de un año que no vale, tiene que cambiarlo. Cuando salí tuve ganas de tirarlo a la cuneta, pero había firmado un papel donde constaba el plazo para presentarlo. Otra vez el papeleo y más plata, aunque esta vez fue más rápido.
—La próxima vez, venga un mes antes de esta fecha —dice quien me lo entregó, poniendo su dedo encima.
Miré con tanta rabia y desprecio lo que para mí era causante de tantas molestias que el pobre hombre tímidamente me dijo: —Así no le sale tan caro.
En la fecha estipulada, volví; me atendió el mismo funcionario que seguía siendo amable, me dijo casi las mismas palabras sobre mi futura visita.
Yo solo tenía que acordarme de tanto en tanto, buscarlo en el fondo del cajón para recordar la fecha de la próxima cita, así puntualmente, cuantas veces fue necesario; hasta esta última.
Un sábado de verano iba para la casa de mi hijo. El ómnibus iba con pasajeros de pie. Íbamos tan apretados que apenas podíamos movernos. Al llegar al puente de Las Américas quedamos más holgados y me di cuenta: tenía la cartera abierta y me faltaba el monedero. No me importó, era viejo y además no tenía dinero, pero ahí estaba mi famoso papelucho todavía vigente y ahora perdido.
Cuando se lo comenté a mi hijo me dijo: No te preocupes, mamá, ahora se consigue en cualquier lado.
—No —le respondí— tengo que ir dos veces a Florida, una a sacar número y la otra para que me lo hagan.
—Ahora no es así —dijo.
Subió, empezó a teclear en la computadora y me gritó:
—¿Lo querés para el lunes?
—Sí, claro —contesté incrédula.
—El lunes 8 y 15 en el Géant, yo te llevo.
Quedé muda.
Llegamos 8 y 10. Mi hijo fue a hacer unas compras.
A las 8 y 14, un parlante diciendo mi nombre pidió que me acercara al mostrador. Respondí unas preguntas, me tomaron la foto y firmé.
—Tome asiento, en cinco minutos se lo entrego —me dijo la chica.
Escuché el llamado nuevamente.
—Sírvase, ya está pronto y es la última vez —dijo sonriendo.
—¡¿Qué?! —pregunté ilusionada.
—Fíjese.
Ahí estaba yo leyendo y releyendo esas dos hermosas palabritas que me liberan al fin de tanta tensión.
Pues sí, en mi nuevo documento de identidad, en el lugar de la fecha de vencimiento se leía: “No caduca”.
Norma Hernández: En estos días
