Gente apiñada, todos de pie dirigiendo la vista a un solo punto, como conducidos o hipnotizados por una voz profunda, fuerte y monótona. La escena se desarrollaba frente a una vieja y maltrecha casa donde se distribuían ordenadamente artículos varios, trastos, muebles y cuantos cosas puedan imaginarse.
De cierta distancia la voz era inentendible, suponía un mitin religioso, de esos que abundan donde un pastor promete mejorías a cambio de manifestación de fe. A medida que nos aproximábamos la voz era más entendible, y claramente distinguimos que eran cifras que a gran rítmo ascendían.
Por encima del público sobresalía una persona que giraba su cabeza como haciendo un paneo con su vista para captar cualquier movimiento que se traduzca en señal que él comprendería. Era un rematador que voceaba ofertas en frenéticas pujas adjudicando ventas por los objetos que ofrecía.
Ocurría en un pueblito del interior profundo, apartado de los trenes, que en una época le dieron personalidad, pero ahora ha quedado casi en el olvido. Recostado sobre una vía muerta, envejecido y sin perspectivas. Sus escasos habitantes en siesta permanente, sin ningún acontecimiento que cambiara su rutina, ahogados de tanto campo ajeno.
Y allí se remataban las existencias de un bar de copas y almacén: de esos boliches de estanterías y mostrador de madera, con cajoneras para fideos, azúcar y yerba sueltos; galletitas en latas con tapas de vidrio que se vendían al menudeo envueltas en papel de estrasa; tabaco y alguna caja de cigarrillos, y algún otro artículo de primera necesidad. La demanda por mercadería era muy elemental y el boliche daba cumplimiento. Separado por un par de cajones de tristes verduras, estaba el bar, en la prolongación del mostrador, para despacho de caña y vino.
Para los parroquianos lo más atractivo eran las partidas de truco y conga con renganche que se armaban por la tarde hasta las primeras horas de oscuridad, por aquello de economizar combustible del faról a mantilla. Cada uno retornaba a su rancho ya sea a pie o en bicicleta esquivando de memoria las zanjas, otros a caballo, hasta el puesto de la estancia donde conchababan.
El viejo, muy avejentado de tanto mostrador, dueño del bar y almacén resolvió liquidar sus existencias en un remate. Y allí estaba don Artemio sentado en una silla petiza, la de matear, mirando sin ver como sus trastos, instalaciones y mercadería, que durante años manipuló, se vendían uno a uno a golpe de martillo.
No podía faltar el bar y parrilla instalados para mejor desempeño y entonación del remate. Chocaban los vasos de vino y caña mientras los chorizos y un cuarto de capón, derretían grasa sobre las brasas. La algarabía de los asistentes que entusiasmados compraban lo que nunca imaginaron comprar; es que entre la libación y la novedad del bullicio del remate, valía la pena gastar la quincena en un ratito.
El pueblo despertaba sobresaltado por tal acontecimiento.
Así fueron vendiéndose las humildes existencias del bar y almacén de don Artemio, hasta que llegó el momento más importante: ofrecer en venta el inmueble, la vieja casa donde funcionaba el boliche.
Unos días antes, en la esquina y sobre la entrada principal, el rematador había colocado un pizarrón escrito con letra temblorosa que decía:
“Remate por cuenta de don Artemio, sábado hora 10. También rematamos la casa. Habrá servicio de bar y parrilla.”
El convite estaba hecho.
El rematador pidió atención porque se venía la venta del inmueble. En aquel pueblito perdido y olvidado, quién se animaría a la inversión? Era la primera vez, que se ofrecía en remate una casa por tanto la expectativa era enorme.
Había alboroto en el pueblo.
La cuestión necesitaba de un protocolo acorde a la importancia de lo que se ofrecería, por tanto el rematador se instaló sobre la ochava, subido en una banqueta alta y previo ajuste del cinturón del pantalón, carraspeó la garganta haciendo una pronunciada pausa. Blandía en su mano derecha el martillo de madera más gastado que el palito de la silla. El público, es decir todo el pueblo, colmó la vereda propia, la de enfrente y la calle.
-Bueno señores ofrezco la casa del viejo Artemio- comenzó con gran ceremonia e hizo otra pausa como cuando el cura dice la homilía, y luego de respirar profundo largó un precio sugerido como base:
- “No valdrá 10.000 dólares…? quien me diga yo, ya se la vendo…”
Aquella sugerencia terminó con el silencio del público que abría lo ojos desorbitados y murmuraban:
-La parió que se fue pa´ arriba el pueblo- decían unos.
-Vos tas loco que va a valer tanto, si esta todo roto!- decían otros.
Pero como para un roto siempre hay un descocido, un personaje, no conocido en aquellos lares, hizo una contraoferta:
-7 mil pago por la casa- dijo con voz firme.
El rematador, haciéndose el distraído continuaba pidiendo oferta, pero nuevamente el forastero insistió con sus 7 mil; no hubo más remedio que aceptarla y así comenzó la venta.
-Quien da más? es un regalo, tiene buen punto, esta esquina es la pasada para las estancias al Norte y para trabajarla como comercio general…- argumentaba el rematador para tratar de convencer a algún otro.
En la vereda de enfrente, a la sombra de un paraíso, apoyada la espalda en el tronco y sus dos manos hundidas en los bolsillos de la bombacha, estaba Ramón quien echando su boina a la nuca, gritó con fuerza:
-Ofrezco 8 mil y me planto.
El murmullo aumentó y las miradas se depositaron en Ramón y alguien comentó:
-Mirá como se le ha crecido el pelo a este loco!
-Ocho mil quinientos- aumentó el forastero y aparentaba terminar el remate.
Ramón no tenía más resto y desistió de la compra, a pesar que el rematador insistía:
-Vamos Ramón metéle que te viene al pelo, vos estás cerquita de aquí.
-Si, yo le meto pero no tengo plata, sólo tengo a la Rosita…
-Cuando vuelvas a las casas, decía el rematador, Rosita va quedar contentasa por la compra.
-Pero si Rosita es mi yegua- replicó Ramón. La tostada nuevita atada a media rienda a un gajo del paraíso, escarceaba y movía nerviosa sus remos delanteros.
-A menos que la venda y entonces compro-, concluyó Ramón apesumbrado.
Desde el otro extremo, un paisano de la zona de vientre pronunciado y apoyado en su camioneta tan vieja y gastada como sus botas y bombachas, le gritó
-Ramón te compro la yegua y quédate con la casa del viejo Artemio-
Así terminó el remate de la propiedad con los 300 dólares de la venta de la Rosita, y Ramón convirtiéndose en propietario.
Tanta fue la alegría de Ramón que a grito pelado exhortaba que nadie se retirara porque traería una sorpresa. A la hora y pico, cuando ya la tarde se apagaba de luz y se alargaban las sombras, apareció Clarita, la esposa de Ramón, con una canasta de pasteles de dulce de membrillo para deleite de todos los presentes.
Se encendieron faroles sin machetear porque había queroseno suficiente para iluminar la fiesta en lo de don Artemio, entre pasteles, carne en la parrilla y una acordeón que un vecino hacía rezongar; vino y caña a rolete. El viejo contento porque el boliche seguiría y modernizado. Ramón y Clarita ya se veían turnándose en aquello de bolichear y como si fuera poco la yegua Rosita seguiría con su antiguo dueño hasta que viniera la reposición.
Por muchas décadas quedó grabado en la memoria del pueblito el acontecimiento del remate y la venta de la yegua para cerrar el negocio. Motivo de conversación permanente; es que tampoco no ha sucedido nada que mereciera ser recordado.
Un pueblo sumergido en una larga siesta que demorará mucho, mucho tiempo en despertar.