Cuanto más come más hambre tiene
DANTE ALIGHIERI
Salió el mendigo una mañana más con sus harapos, barba muy espesa y larga, su pelo cano teñido por la
nieve del tiempo.
Un anciano decaído, lastimoso, pero muy creyente del que nadie sabía, solo aparecía allí, los domingos,
se le veía pedir recostado a los barrotes de la iglesia, con el fin de obtener algunas moneditas. Con su
tarrito de lata “¡una limosnita por el amor de Dios!”. Pero allí, aunque sea la casa de Dios, no encontraba
tantas almas buenas que le llenaran el tarrito, pero nunca estaba vacío.
Él veía personas de traje que lo miraban con indiferencia, humanos con poder, con miradas extrañas que
le pedían a Dios más dinero para sus negocios (solo les importaba eso), tal vez olvidaban lo principal,
pero allí llegaban los cristianos con su fe.
El mendigo fue arrimándose al atrio a escuchar y mirar esas personas, todos compenetrados en la misa, a
él no lo tomaban en cuenta.
¡Vas a tener que poner mucho de ti, porque así no ganaras el reino de Dios, se decía para sus adentros!,
observando aquel señor de señores, de traje que solo le dio una monedita, que cayó en la canastilla, tan
rápida, inquieta y, con mucha vergüenza, que se escondió detrás de un billete.
El cura proseguía la misa, pero aquel hombre no la presenció completa, se escabulló antes para lograr
salir primero que los demás. Tampoco comulgó.
-¿Acaso -decía el mendigo-, no piensa, no tiene corazón, es tan pecador? Hacer el bien, ser bueno, ¿le
cuesta tanto? ¿Viene solo a agradecerle el triunfo de lo que está haciendo? ¿No sabe que no es justo?
Vergüenza tendría que darle. ¡Qué alma tan llena de codicia!
Cuando ese hombre va saliendo, el mendigo lo sigue unos pasos y frente a él ese hombre exclama:
—Yo no seré jamás como estas personas, pastores que se arrodillan ante Dios. Hice lo que me pidieron,
ahora no me verán más aquí, porque donde estoy es mi lugar. La Loba es quien me da el trabajo con mi
buena ganancia de dinero y riquezas. He creado en mi casa un altar y allí está la estatua de esa fiera que
no me abandona y mira su guarida que nunca este vacía.
El mendigo le dice
—Cuanto más comes, más hambre tienes. ¡Cuidado! No te sacies demasiado, te puedes enfermar y eso
es peligroso. Amigo, una limosnita por amor de Dios, ya que dices tener tanto…
—No te daré nada, aléjate de mí. Te veo y me haces parecer a San Pedro con esa barba y no quiero en
este momento tu cara. Fuera de mi vista —le contestó con furia.
—Caerás con todo tu dinero y riquezas en el Infierno. Atrapado quedarás, sin salidas y sin esperanzas.
¿No has leído? ¿No te has enterado de esa historia de la Divina Comedia? Y a tu pregunta de si te
conozco, te respondo que mucho sé de ti.
El señor trajeado exclama contrariado:
—Soy un luchador y quienes trabajan para mí no se quejan.
—¡Ay! —dijo el mendigo tomando entre sus manos un rosario de perlas ya muy antiguo—. He visto
cómo tienes ese hogar donde viven ancianos y no la están pasando bien. ¡Pobres de ellos, donde han
caído! Señor, déjame vivir mi vida como soy y no me arrepiento. Prefiero pedir una limosna y creer en ti
que no me abandonas, antes de ser como este hombre insensato, sin amor que ama más el dinero que su
vida propia. Este señor se irá derechito al Infierno, al más allá sin su traje y sin el dinero que tiene. Yo le
aseguro que no va a llegar al hermoso Paraíso. Ni lo piense. Más vale que desde ya se dé por vencido
porque su sufrimiento no se lo imagina. ¡Pobre de ti cuando te toque partir! Y no te olvides de mí.
Ya nos veremos le dijo el mendigo y me pedirás mi mano para sacarte de ahí de esa profundidad tan
horrible y oscura, las llamas te quemarán y suplicarás, aunque ya no me harán falta esas monedas que te
pedí y no me diste tendré mucho más de ti. Te humillarás a este mendigo que te ha advertido con tiempo,
y que tú me dices ser San Pedro… Te espero.
El trajeado sorprendido abre su puerta, mira su reloj. Todavía está de pijama, ya el sol ha salido y es un
nuevo día y de aquella estatua sale un gemido.