Antonio Lissio: Esa profesora

No siempre fue tan chato mi pueblo. Supo, en mis tiempos niños ―cuando yo me preguntaba por qué los grandes gritaban y festejaban lo mismo que nosotros tras ganarle un partido de fútbol a los de la otra calle― tener los emprendimientos que no tiene ahora.
Tenía empresa de ómnibus local que, dos veces al día, pasaba raudo por las rutas, rumbo a Mendoza Chico primero y, luego, al mismísimo centro de Florida.
No era poca cosa: de uno de estos coches salían un dieciséis de julio por la tarde las roncas gargantas y aquellos gritos desgarradores de “¡Uruguay! ¡Viva Uruguay!” Los de pantalón corto con un tirador al sesgo lo seguíamos corriendo como preguntando “¿Por qué gritan estos locos?” Supe más tarde que Uruguay era el flamante campeón de fútbol en el mundo, las consecuencias fueron aumentar un talle la ropa, aunque se siguiera usando la misma.
Sí, señores, y allá lejos, cerca de la plaza de la estación, se comentaba que estaban envasando un refresco llamado Ñosca, que iba a hacer estragos con un refresco que venía del norte de América.
Será en otra oportunidad que a ella me refiera. Hoy se me antoja contarles de un centro educacional que hubo en las canteras, mi barrio, porque ayer lo visité. Quedé mirando todo, parado en la calle y abriendo los ojos.
El campito de doña Genara lo miro desde la calle; ignoro quiénes son ahora sus dueños y sueño de ojos abiertos: doña Genara se acerca a casa de mis abuelos, trae dos latitas de aceite de un par de litros, una en cada mano, las llena con agua de pozo y regresaba a su rancho, hecho en una loma. ¡Tan viejita! ¡Tan chiquita! Que hasta hoy sigo creyendo que cargaba las dos latas para que algún viento de primavera no diera con ella por los suelos.
Y los pobres hacíamos trueque. Ella, aparte de cariño, ponía a nuestra disposición dos o tres canteras de agua dulce. Muy humildes las canteras, vacíos llenados con agua dulce de otrora robustas piedras trastocadas en postes.
El agua dulce que debía traer a mi madre fue quien me presentó la primera profesora del centro educacional. No bien llenaba de agua dulce los tachos, unos peces pequeñitos salían del agua, tan pequeñitos que se me antojaban dos ojitos diminutos con cola.
Los fui viendo día tras día. Uno de esos, pegado a la cabeza, adiviné una patita a cada lado. Fue creciendo con los días y en uno de ellos, igual que las patas primeras, dos más asomaban cerca de la cola.
¿A quién preguntar? Se encogerían de hombros y me enviarían a ocuparme de algo más útil.
Un buen día y en mis propias manos, perdió la cola aquel animalito, justo cuando pugnaba por devolverlo. Juro que lo creí mi culpa, pero pude observar que en él no quedó lastimadura. Tuve en mis manos mi primer pichón de rana.
Años más tarde, ya abandonada la escuela, una profesora, frente al pizarrón, nos fue dibujando los cambios. Nada le dije. Podía caer pedante comentarle que mi otra profesora, bastante tiempo atrás, me lo había enseñado.

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