Amaba estar sola, tranquila, en paz…
Hoy se encuentra sola, viviendo en el campo rodeada de naturaleza; aquellos eucaliptos a lo lejos parecen soldados inamovibles en fila, el sol enceguece sus ojos celestes; no alcanza a divisar el horizonte. Escucha el canto de los teros alborotados que revolotean a ras del suelo; sabe que alguien les molesta, el gallo bataraz que canta, le anuncia que ya amaneció, el cacareo de sus gallinas ponedoras, le avisa que tiene huevos frescos para recoger. Adora el aroma de los tangerinos, naranjos, tilos, jazmineros en flor…
Su jardín es el lugar que disfruta más, entre flores coloridas, calas, margaritas, siempre vivas, flor de pajarito, hortensias, y sus rosales, rojo, amarillo, blanco. Pasa muchas horas ocupada en remover tierra, abonar, podar, regar, plantar.
Esa casa es la que usaban para vacacionar, la que, en cada fin de semana, días feriados, en vacaciones, se llenaba de algarabía; iluminada en invierno por la fogata de leños encendidos de la estufa, y en navidades decoraban el pino del frente, con chirimbolos y luces multicolores. ¡Hoy el pino es gigante!
¿Adónde se fueron aquellos días? ¡Escarba en su memoria para revivirlos! Duele el corazón por tanta angustia acumulada. Ya no sabe con qué aplacar la ansiedad, miedo, desazón; se siente tan vacía.
Daría toda su fortuna para que el tiempo retrocediera, a cuando era joven, enérgica, amada por su esposo, con tres niños bulliciosos a su alrededor. Trabajaba, se reunía con amigas, festejaban cumpleaños.
Es una de esas noches de verano muy caluroso, no puede conciliar el sueño. Deambula por las habitaciones en penumbras. Tanto silencio le asusta. Su sombra se confunde entre paredes empapeladas que guardan tantas historias, se deforma, desfigura, se agiganta, parecería quisiera devorarle, sobre muebles vacíos y se escapa por el suelo, entre el estampado de sus alfombras persas.
Observa esas camas, prolijamente tendidas, con cubrecamas coloridos tejidos en crochet por ella. Recuerda con una sonrisa las caritas felices de sus gemelas cuando se las regaló en un cumpleaños, sus besos, sus abrazos.
Luego toma el portarretrato artesanal de hierro, y mira con nostalgia aquellos rostros infantiles.
Pasa sus dedos con delicadeza, como acariciándole. Nota que a Amandita le faltan dos dientes; Pablo con su cabello largo y rizado, Margarita luce una cadena con un dije en forma de corazón. (aquella que su abuela le regaló cuando nació).
Aprieta contra su pecho el portarretrato y se escapan algunas lágrimas rebeldes de sus ojos.
¿Cuánto tiempo hace que no los ve? Ya no lleva la cuenta, vive día a día. Aunque se comunica esporádicamente con ellos por teléfono, y siempre le dicen lo mismo: no llores mamá, estamos vivos
Crecieron sanos, estudiaron, levantaron vuelo y se fueron a destinos diferentes.
Su esposo amado, años atrás enfermó y murió, llevando consigo tantas noches de amor y pasión, tantos años de matrimonio.
Está sola, pero no en paz, hay un desasosiego emocional que pesa.
Soledad que asfixia, ahoga, sofoca.
Toma el libro que está leyendo, pero no se concentra y lo deja entre sus manos.
Sentada en la silla mecedora, que heredó de su mamá, se mece, mece y mece juntamente a sus pensamientos que giran y giran en su mente como una calesita, donde escucha voces, risas, llantos, música; de pronto se detiene, va hasta el escritorio donde tiene una libreta y birome y comienza a escribir…
Martha Butiérrez: Soledad
