Cuando el misterio es demasiado impresionante, es imposible desobedecer.
Antoine de Saint-Exupéry
Siguiendo un largo camino de tierra, por momentos intransitable y en una zona desolada, sin árboles ni flores, invadido por abundante vegetación seca, se avizoraba el esqueleto —erguido aún— de la casona. Como enormes bocas abiertas, los huecos de puertas y ventanas, de lo que fuera otrora una enorme mansión, como testimonio mudo de un pasado muy lejano.
No existían vecinos cercanos; el pequeño pueblo se situaba a muchos kilómetros del lugar.
Cientos de años atrás, cuando la hacienda era floreciente se cubrían hectáreas de arboledas; a ambos lados de la alameda por donde se ingresaba a la finca, abundaban los frutales; manzanos, ciruelos, durazneros y múltiples naranjos.
Rodeaban la mansión —blanca y espectacular— pasillos con techo de teja cubiertos de hortensias multicolores, donde se situaban sillones de mimbre para el reposo.
Los campos se cultivaban para el ganado, que era abundante.
Un sinfín de personas circulaban en su entorno —todos de piel oscura y cabello carbón— de todas las edades: las mujeres y los niños se dedicaban, por lo general, a las tareas domésticas; los hombres a la pradera y los animales.
El patrón —de ceño adusto y gran porte— no perdía detalle de su hacienda; circulaba a caballo y estaba en todos lados.
Su familia —dos niños y su mujer— se mantenía al margen, por lo general dentro de la casa, tras ventanales cerrados y en semioscuridad.
Ramón, un hermoso morenito se ocupaba, desde corta edad del jardín, rodeado siempre de sus perros, que tanto amaba, compartía con ellos lo poco que poseía.
Eran perros cimarrones y en los días de frío se amontonaban a su alrededor sobre un jergón en las barracas dándose calor mutuo.
Recorría con ellos la hacienda hasta la laguna pastoreando las ovejas.
En esa situación, el niño y su familia se esmeraban en su trabajo, aunque recibieran solo un techo en el barrancón y una ración de comida.
Solía compartir su jornada con una hermosa niña de piel oscura y ojos brillantes, hija de trabajadores como él.
Su corazón se alegraba cuando la veía venir junto a las ovejas y ambos partían hacia la laguna, rodeados siempre de la jauría, para descansar a la sombra de los árboles que rodeaban la aguada.
La mayoría de las veces recogían frutos y miel por el camino y con ellos se alimentaban en la jornada.
Entablaron una tierna amistad, mientras el tiempo pasaba. Con lo poco que tenían les bastaba; se tenían uno al otro.
Ambos se convirtieron en bellos adolescentes. El desarrollo de la joven no le pasaba desapercibido al patrón que solía aparecer de improviso cuando estaban juntos, conminándoles tareas diversas para alejarlos. Sus ojos chispeaban al dirigir la mirada hacia la hermosa morena.
Sucedió una noche de verano cuando la luna se ocultaba tras nubes amenazantes de tormenta; Ramón tirado en su jergón junto a sus perros, sintió un súbito frío atravesando su cuerpo, se levantó velozmente, dirigiéndose hacia la pradera. A lo lejos distinguió un sonido agudo, aullante, de animal herido que identificó sin dudas como de su amiga.
Corrió rodeado de sus perros tanto como le fue posible, como si la vida dependiera de ello.
Y, cercano a la laguna logró distinguir al patrón con la joven, los golpes y gritos eran muy claros ahora.
La angustia explotó en ira incontenible.
Ramón azuzó a sus perros al ataque, los que, en forma violenta, feroz, atacaron.
Logró rescatar a la joven golpeada y violada, mientras la jauría destrozaba al hombre.
Sus restos terminaron en el agua.
Cientos de años después, los pueblerinos juran ver dos figuras siempre juntas desplazándose en las viejas ruinas de la mansión y escuchar en la laguna los ladridos de la jauría en las noches de tormenta y una sombra intentando salir del agua.
Siempre intentando.