Albina era una muchacha de veinte y algunos años.
Era bonita, simpática con todos los que la conocíamos. Andaba siempre bien arreglada. Ella trabajaba como empleada doméstica.
En las tardecitas salía a caminar. A veces la veíamos conversando con algún muchacho, pero con toda corrección, nada daba para sacar malas conjeturas de su comportamiento pues a la luz del día eran encuentros de amigos, allí nos conocíamos todos.
Poco a poco comenzó a comentarse que Máximo, un joven algo menor que ella, andaba muy ofuscado porque, según él, Albina estaba jugando con sus sentimientos.
Se podía ver en los ojos y actitud del muchacho que la rabia y los celos se habían apoderado de él y que masticaba en silencio lo que sería su venganza.
La perseguía, pero al verla conversando con alguien pasaba, saludaba y seguía. Reiteradas idas y vueltas por los lugares donde ella trabajaba,
Albina había terminado con él, pero la rabia y el amor propio muchas veces tapan los ojos y el entendimiento con la más cruda y oscura vehemencia.
Así fue que una noche, cuando la infortunada muchacha iba llegando a su casa, él salió desde la sombra y le asentó un montón de puñaladas.
Algunos vecinos escucharon gritos aterrorizados de la chica y llamaron a la policía, pero, al llegar, se encontraron con el cuerpo bañado en sangre. La cargaron llevándola al hospital a donde llegó sin vida.
Cuando volvieron a buscar a Máximo, lo encontraron colgado de un árbol en la propia casa de Albina.
Había dejado una carta a sus padres que, según cuentan, decía: “Pido perdón a mis padres, pero no me voy arrepentido. Saboreé mi venganza durante muchos días y juré que de mí nadie se reiría”.