Ana Ríos: La bicicleta

El abuelo se levantó de la siesta enojado. Con él, con el mundo, con ella. Mirá que abandonarlo ahí, cuando todavía faltaban como cinco kilómetros para llegar al pueblo.

Despacito, vestido solo con el pantalón de la oficina sujeto con un cinto negro bajo una panza redonda llena de vino y de caña, chancleteando unas alpargatas bigotudas, con el mate en la mano se fue acercando a la mesa donde había un Primus sobre el cual hervía el agua dentro de una calderita, vieja y abollada como él, como el Tata.

Apagó el calentador, se armó un cigarro de tabaco Puerto Rico, se sentó en un taburete defectuoso y bajito que él mismo un día fabricó, y se dispuso a cebarse unos amargos. Y ahí estaba ella esperándolo, renga y sucia. Comenzó a observarla, de adelante a atrás y fue bajando la guardia. ¡Pobrecita! ¡Había que ver cómo había quedado! Capaz que la culpa no había sido de ella. Y la culpa le dijo que no debía haberle exigido tanto en ese bajo lleno de piedras y encima con unos tragos de más (bastantes de más, diría yo).

Hacía mucho tiempo que la tenía, la compró con ahorros del dinero extra que recaudaba al levantar quinielas clandestinas. Era una bicicleta fuerte, pesada y, sobre todo, confiable, pero, claro, quien no era confiable era el abuelo que amaba a su bicicleta como quien ama a su auto cero kilómetro.

Ella lucía ostentosa un gran farol más opulento que efectivo. ¡Qué maravillado lo tenía el farol! Los manubrios eran dos grandes brazos cromados y uno de ellos estaba adornado con un timbre que, al tocarlo con el dedo pulgar de la mano izquierda, dejaba oír un sonido de campanitas que el abuelo usaba para saludar.
Con el cuadro en firuleteadas y elegantes letras doradas se leía el nombre de la marca: Raleigh, que se repetía en una chapita de bronce en el borde trasero del asiento, suspendido con unos fuertes resortes.

Siguió recorriendo con la mirada ese cuerpo caído y miró el tubo inferior donde estaba bien sujeto el inflador y se detuvo en la rueda desinflada, totalmente desinflada. Parecía un pie que se hubiera quedado con un zapato de taco gastado.

Dejó el mate sobre la mesa y de ella abrió un cajón, de donde sacó una bolsita de nylon, llevándola, junto con el banquito hacia el lugar de la pobre chiva.

Sacó de la bolsa una llave inglesa, una cuchara, un tenedor, parches y pegamento. Con la llave aflojó las tuercas de la rueda y la retiró. El abuelo parecía decirle “vas a estar bien, ya vas a ver”.
Con los mangos de los cubiertos comenzó a hacer palanca entre la cubierta y la llanta hasta que pudo descalzarla y así sacó la cámara.

Destrabó de su soporte el inflador y colocó un piripicho del mismo en la válvula de la cámara y la infló. Para saber el lugar de la lastimadura, la semisumergió en un balde con agua hasta que una seguidilla de burbujitas le indicaron donde estaba la pinchadura y ahí colocó el pegamento y el parche.
Ya no estaba enojado; ahora estaba ansioso por lucir a su reina por el pueblo zigzagueando en ella con su pedaleo torpe y lento.

Volvió a vestir a su bicicleta y guardó sus herramientas.
Con un trapito mojado en querosene limpió y lustró uno a uno todos los rayos y los cromados y la dejó brillante. Estaba preciosa.

El Tata se lavó las manos, se puso una camisa blanca y doblando los ruedos de su pantalón, le colocó un palillo a cada pierna y salió rumbo al centro tocando bocina a todo el que veía, contento, manso y carretilludo.

Al llegar al Jockey Club, dejó la bicicleta con el pedal ajustado al cordón de la vereda y entró pidiendo una caña para festejar. Y ya que estaba, pidió otra y se dio vuelta para brindar con ella, pero ella ya no estaba. Se la habían robado.

Nunca más la vio.

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